El salvaje descendiente de Herman Melville
Imaginé que abría las puertas de una discoteca, en lo más alto del edificio más alto del mundo, y que mil personas me sonreían, me daban la bienvenida y me invitaban a entrar”. Así finaliza Moby el prólogo de sus entretenidísimas memorias, donde adelanta el hilo argumental de su vida, que arranca en el Harlem neoyorquino de los años sesenta y finaliza con su estrellato planetario no sólo como pope y dinamizador de la música dance sino como compositor y fotógrafo. En Porcelain. Mis memorias (publicadas ahora en castellano por Sexto Piso) el protagonismo está compartido inevitablemente por la ciudad de Nueva York, una urbe de la que ofrece un retrato interior, brillantemente desnudo y sin ápice de compasión, ubicada a finales del siglo pasado.
Detrás de Richard Melville Hall –cuyo alias artístico se debe a un lejano parentesco con Herman Melville, autor de Moby Dick– aparece un escritor de proporciones notables, que aquí narra sus experiencias entre 1989 y 1999, con un atractiva mezcla de ingenuidad, sentido del humor y descripción descarnada, de ese Nueva York peligroso, sucio y nada acogedor, y su prolongado calvario como hacedor de músicas y ritmos que aspira a más.
Y con esa misma sinceridad narra sus comienzos personales como joven de íntegros principios cristianos, abstemio militante, vegano de primera hora y defensor de los derechos de los animales. Pero su vocación y sus ganas de realizarse a través de la música, con lo que ello llevaba incluido –desbocadas
raves, alcohol hasta las cejas, gamberrismo a raudales, desenfrenado hedonismo– dieron al traste con aquellas inquietudes integristas. Y de todo eso aparece este Porcelain, que al hacerlo su propio autor descubrió que “adoraba escribir”. Para suerte de todos, aunque él también advierte: “Si mi libro es malo, la responsabilidad es mía”. No es el caso.