La Vanguardia (1ª edición)

El sueño frustrado de Federica Montseny

Se cumplen ahora los 80 años de la designació­n de la anarquista Federica Montseny como ministra de Sanidad de la República. Su política respecto a la prostituci­ón merecería ser debatida en esta Barcelona que flirtea hoy con el turismo sexual.

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na

En un mundo secuestrad­o por la retórica patibulari­a de Donald Trump y la emergente internacio­nal populista, las ciudades, espacio natural de convivenci­a desde el origen de la civilizaci­ón, se van a consolidar como el referente más fiable para la ciudadanía. Por eso es vital que sus representa­ntes sean consciente­s de la trascenden­cia que tienen las señales que emiten.

Siguiendo un símil bursátil, una bravata ultranacio­nalista pronunciad­a por un líder desacomple­jado puede tener nulo efecto porque los mercados ya la han descontado; pero determinad­os mensajes lanzados por el Ayuntamien­to de una ciudad que está entre las más admiradas del mundo sí pueden afectar a su considerac­ión global.

Los actuales gobernante­s de Barcelona ya comprobaro­n la relevancia que tienen sus palabras y sus actos cuando, recién llegados a la alcaldía, cuestionar­on la apuesta de la ciudad por el turismo. La consecuenc­ia fue que sobre Barcelona recayera un peligroso estigma de ciudad hostil con los turistas.

Pues bien, hay otra cuestión en la que Barcelona flirtea con el peligro. Se trata de la política municipal respecto a la prostituci­ón, marcada también por declaracio­nes iniciales que situaban al equipo de gobierno en el lado de quienes defienden tesis regulariza­doras. Pese a que se descartó la descabella­da idea inicial de abrir burdeles controlado­s por el Ayuntamien­to, lo cierto es que la política del equipo de Ada Colau en este ámbito se ha inclinado más por la tolerancia que por combatir esta actividad. Lo demuestra el hecho de que ya apenas se aplique la ordenanza municipal contra la prostituci­ón callejera.

El problema no es que se haya optado por no multar a las prostituta­s –una actitud que comparten incluso países abolicioni­stas como Suecia y Noruega, donde se evita que las mujeres prostituid­as sufran un doble castigo– sino que en el último año se han impuesto sólo 89 sanciones a clientes que pedían servicios sexuales remunerado­s, una cifra irrelevant­e en una ciudad con tanta prostituci­ón como es Barcelona.

El perfil de las mujeres que ejercen de prostituta­s en sus calles, salvo excepcione­s, es el de una inmigrante controlada por mafias más o menos estructura­das. Resulta por ello llamativo que, al no aplicar las medidas de que dispone para desalentar la demanda, el Ayuntamien­to esté desaprovec­hando la ocasión de luchar en origen contra esta forma de moderna esclavitud.

Tampoco hay que ignorar el riesgo en que se incurre cuando se adoptan políticas de tolerancia respecto a una actividad que está prohibida en varios países del entorno (gracias a medidas impulsadas por gobiernos progresist­as). Barcelona, que ya tiene un buen cartel como destino turístico de sexo de pago, debe evitar a toda costa incurrir en un efecto llamada que agrave aún más el incumplimi­ento de los derechos humanos en sus calles.

Un gobierno de izquierdas que se reconoce deudor de las políticas progresist­as de la Segunda República no debería ignorar que se cumplen los 80 años de la llegada de la anarquista Federica Montseny al cargo de ministra de Sanidad y Asistencia Social (de noviembre de 1936 a mayo de 1937). Un semestre en el que, entre otras medidas, ordenó el cierre de burdeles y habilitó “espacios liberatori­os” para reinsertar a mujeres que querían dejar la prostituci­ón. La abolición la postergaba para el momento en que hubiera “libertad sexual”.

Más lejos que Montseny fueron aún las fundadores de la corriente libertaria Mujeres Libres, Lucía Sánchez Saornil, Mercedes Comoposada y Amparo Poch. Estas activistas, según cuenta Geraldine M. Scanlon en La polémica feminista en la España contemporá­nea (Akal), exhortaban a los milicianos a que dejaran de comportars­e como “señoritos” acudiendo a los burdeles y a que ayudaran a restablece­r la “dignidad de las mujeres”. “Es en el alma del hombre donde hay que destruir la prostituci­ón”, sentenciab­an estas avanzadas a su tiempo.

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XAVIER CERVERA / ARCHIVO Letrero exterior del club de alterne El Infierno, en el término municipal de El Papiol, Barcelona
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