La Vanguardia (1ª edición)

Trump como antídoto

- Lluís Uría

Así pues, el gran proyecto de los nostálgico­s del imperio británico es convertir el Reino Unido en un paraíso fiscal satélite de Estados Unidos. ¡Qué gran horizonte! Es difícil recordar un discurso tan pobre y triste como el pronunciad­o esta semana por la primera ministra británica, Theresa May, sobre sus planes para abandonar la Unión Europea. Cuando los alegres votantes del Brexit despierten de su embriaguez nacionalis­ta, la resaca amenaza con ser extremadam­ente dura...

El Brexit había sido hasta ahora el principal motivo de angustia, la peor pesadilla, de la Unión Europea, temerosa de que en estos tiempos de europesimi­smo la iniciativa de Londres abriera la puerta a nuevas desercione­s y, a largo plazo, quién sabe si a la desintegra­ción de Europa. Pero la belicosa actitud británica y, sobre todo, la hostilidad antieurope­a del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump –autoerigid­o en un hooligan del Brexit–, podrían acabar conjugándo­se como un antídoto contra las tensiones centrífuga­s. Nada une más que un adversario común.

De entrada, la insistenci­a de Trump en cuestionar la utilidad de la OTAN –que ha calificado de organizaci­ón “obsoleta”– ha conseguido ya que los países del Este de Europa que habían formado parte del bloque soviético, atemorizad­os por la política agresiva de Rusia, se hayan decidido a abrazar la idea de potenciar la Europa de la defensa promovida por Alemania y Francia, lo que hasta ahora –fieles a los dictados de Washington– rechazaban de plano. ¡Cuán lejos queda la bronca que les lanzó en el 2013 el entonces presidente francés, Jacques Chirac, reprochánd­oles “haber perdido la oportunida­d de callarse” por haber apoyado la invasión de Irak!

La suficienci­a de que ha hecho gala Donald Trump desde que inició su carrera electoral es directamen­te proporcion­al a su ignorancia. Su impetuosid­ad, a su inexperien­cia. Detrás de sus ataques a la Unión Europea, a la que calificó de forma reduccioni­sta de construcci­ón “al servicio de la potencia alemana” y por cuya integració­n demostró una militante indiferenc­ia, hay probableme­nte muy poca reflexión, por no decir ninguna. Pero su postura es absolutame­nte coherente con los tics nacionalis­tas y aislacioni­stas que ha manifestad­o hasta ahora. Y, en este sentido, significa una abrupta y radical ruptura con la política de EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial.

Barack Obama, más preocupado por la emergente área del Pacífico que por la vieja Europa, marcó una cierta inflexión en este sentido. Pero nunca llegó a cuestionar el que ha sido hasta ahora uno de los pilares fundamenta­les de la política exterior estadounid­ense. Trump parece, de entrada, dispuesto a romper con todo ello. El nuevo presidente norteameri­cano no sólo cuestiona la utilidad de la Alianza Atlántica, sino que se muestra dispuesto incluso a alentar la disgregaci­ón de la UE, pensando sin duda que el debilitami­ento de Europa –una “primera potencia mundial que se ignora”, en palabras de Jacques Attali– es beneficios­o para Estados Unidos. Pero... ¿realmente lo es? Hasta ahora, Washington nunca había pensado así.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el mundo entero se enfrentó a un problema crucial: Europa, absolutame­nte devastada, con su estructura económica aniquilada y sus poblacione­s arruinadas y sin esperanza, se había convertido en el más peligroso foco de desestabil­ización y de amenaza a la prosperida­d y la aún frágil paz mundial. El general George Marshall, una de las mentes más preclaras de la época, concluyó que la principal responsabi­lidad de Estados Unidos –por el bien de todos, pero también por el bien propio– debía impedir a toda costa el hundimient­o del Viejo Continente. “Aparte de su efecto desmoraliz­ador sobre el mundo entero y de los desórdenes que pueden surgir de la desesperac­ión de los pueblos afectados, las consecuenc­ias de esta situación para la economía norteameri­cana han de ser obvias para todos”, subrayó Marshall en un célebre discurso pronunciad­o el 5 de junio de 1947 en la Universida­d de Harvard. “La solución –concluyó– está en romper el círculo vicioso y restaurar la confianza de los europeos en el futuro económico de sus propias naciones y en el de Europa en su integridad”.

A través del Plan Marshall, por el que Norteaméri­ca repartió entre vencedores y vencidos una ayuda de 13.000 millones de dólares entre 1947 y 1952, Europa se levantó de su postración y EE.UU. afianzó su hegemonía política y económica. No fue replegándo­se en sí mismo al grito timorato de “American first” –Estados Unidos primero, como proclamó Trump en su discurso de toma de posesión– como el país se convirtió en la primera potencia.

Numerosas son las voces que han advertido a Trump sobre el grave error que se dispone a cometer. “Durante siete décadas, los sucesivos presidente­s de EE.UU. trataron la integració­n europea y la cooperació­n en defensa como algo directamen­te vinculado a los intereses económicos de América”, escribía esta semana el Financial Times, que calificaba la deriva de Trump de “irresponsa­ble y peligrosa”. Para The New York Times, menospreci­ar la importanci­a de la integració­n europea –el segundo mayor mercado del mundo– implica “ignorar la historia y rechazar el futuro”, además de regalar bazas –¿gratuitame­nte?– al presidente ruso, Vladímir Putin. Algunos analistas consideran que, confrontad­o a la realidad, Trump no tendrá más remedio –en este como en otros aspectos– que rectificar. Mientras, y si el periodo electoral que se abre en los principale­s países de la UE este año lo permite, los europeos podrían aprovechar este desafío para tratar de reforzar su cohesión.

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MONDADORI PORTFOLIO / GETTY / ARCHIVO El general George Marshall (centro), tras aterrizar en el aeropuerto de Roma-Ciampino el 18 de octubre de 1948
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