Derecho fabulado
El recurso a la inconsciencia y la fabulación son patrones que proliferan en los casos de corrupción política
La sentencia sobre el caso Nóos y el desarrollo previo de la vista oral revelan hasta qué punto las personas incursas en procedimientos por corrupción política tienden a sumergirse en un estado de inconsciencia que va más allá de la farsa o de la simulación. La inocencia no es, en su caso, sólo una reclamación legítima en derecho cuando corresponde a la acusación demostrar la culpabilidad. Adquiere todas las características de la fabulación, de la inmersión en una vida paralela a esa otra realidad, legal y socialmente aceptable. La sensación de impunidad que segrega el poder contribuye, sin duda, a la fabulación como patología social. El amor romántico se vuelve ciego, sordo y mudo en cuanto que incondicional, y presenta a la mujer como un ser inconsciente por naturaleza ante los tribunales. Los abogados defensores llegan a afirmar que la fe en la inocencia del esposo durará para siempre, como si se tratara de un principio ontológico que avalaría la absolución de la esposa. Los hijos secundan al padre o a la madre, como lo hace por lo general la parentela directa en una suerte de defensa familiar por parte de quienes podrían ser considerados “partícipes a título lucrativo” en su sentido moral.
El recurso a la inconsciencia y la fabulación son patrones que proliferan en los casos de corrupción política. Es habitual que los finalmente encausados reciban señales e indicaciones de que algo están haciendo mal mucho antes de verse imputados y, ahora, investigados. Advertencias que les invitan a rectificar antes de que sea tarde. Pero igual de habitual es que desoigan esas voces de alarma y prosigan con su quehacer, en la soberbia presunción de que siempre quedarán a este lado de la línea que separa lo legal de lo ilícito. A veces las advertencias son muy directas, como las que, al parecer, recibió Iñaki Urdangarin. Otras veces derivan de procesos judiciales abiertos. Por eso mismo quienes se obstinan en desafiar la legalidad y, en el fondo, la paciencia de los poderes públicos lo hacen porque han llegado a fabular que tienen derecho a hacerlo. Que nadie les puede disuadir de aspirar a la conquista de lo que puede ser suyo.
Muchos de los sumarios que se han abierto por corrupción ofrecen toda la panoplia de los tipos delictivos que la legislación penal ha ido consignando. Ocurrió así también con el caso Nóos. A medida que se suceden los escándalos queda menos margen para que una autoridad pública se llame a engaño declarando desconocer que una irregularidad lo era y debía saberlo. Los productos y los servicios tienen un valor y un precio que se mueve dentro de lo razonable en el mercado libre. El beneficio industrial aplicable a su prestación es un porcentaje siempre limitado. La comisión por intermediar en un proyecto no puede multiplicar el coste de este. Es ilícito que un representante público se vea retribuido por favores reales o potenciales. Cuando se vulneran reglas de tan común conocimiento es porque alguien ha llegado a creerse que tiene derecho a ir contra el derecho. A considerar suyo todo aquello de lo que pueda apropiarse en el ejercicio de sus dotes de persuasión fáctica.
Es lo que ocurre con los partidos, convencidos de que persiguen un bien superior al de la convención legal del momento, que pueden echar mano de los fondos que requieran para asegurar su perpetuación como máquinas electorales, que es natural que pasen a cobrar un peaje a todos aquellos que pretendan sus favores sin garantizarles su concesión. Resulta elocuente que cuando una formación parlamentaria es señalada por presunta financiación ilegal ninguno de sus miembros pida explicaciones, ni en público ni –seguramente– en privado. El mecanismo es muy sencillo. Se fabula la existencia de un derecho subjetivo que trasciende a las leyes, porque estas son contingentes, mientras que la partitocracia ha de perdurar. De modo que cuando aflora la colisión entre el derecho y los afanes particulares, todo el partido se hace la víctima fabulada.
Si la corrupción persiste y puede reproducirse con nuevas maneras no será por avaricia solamente. Se deberá a la facilidad que los humanos tenemos para fabular sobre nuestra propia existencia, pasando a vivir a Ginebra o a Lisboa. Hasta el punto de que somos capaces de comparecer ante los tribunales justificando beneficios millonarios obtenidos gracias a la destreza en el manejo de las finanzas o la creatividad ventajista. Incluso alegando que tenemos derecho a interpretar las leyes a conveniencia, porque nadie puede obligarnos a renunciar a aquello que consideremos pueda llegar a ser nuestro.