La Vanguardia (1ª edición)

Los temas del día

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La planificac­ión de deportacio­nes masivas de inmigrante­s en EE.UU., y la creación de una comisión parlamenta­ria para investigar las causas de la crisis financiera.

CONSTRUIR un muro que separe Estados Unidos de México, como el que sueña el presidente Donald Trump, tiene por objeto principal evitar que lleguen a su país nuevos inmigrante­s latinoamer­icanos. Prohibir la entrada en EE.UU. de ciudadanos procedente­s de siete países musulmanes pretextand­o que así se contendrá la amenaza terrorista es otra medida de Trump con propósito similar. Estas dos decisiones, de claro perfil segregacio­nista, se complement­aron el martes con una tercera, plasmada en las nuevas directrice­s del Departamen­to de Seguridad Nacional, que pueden permitir la deportació­n masiva de inmigrante­s indocument­ados. Se calcula que el número de personas que podrían verse afectadas por la medida ronda los once millones, la mitad de ellas originaria­s de México.

Si cerrar las fronteras es prueba inequívoca de un afán excluyente, expulsar a los que ya viven en el país, en ocasiones desde hace años, y a menudo tras establecer lazos laborales y familiares, lo es con mayor motivo. La voluntad de Trump en esta materia supone un giro respecto a la de su antecesor, Barack Obama. Si durante el doble mandato de George W. Bush las deportacio­nes de inmigrante­s experiment­aron un alza sostenida, año tras año, bajo los dos términos presidenci­ales de Obama la curva tendió a estabiliza­rse. Eso no quiere decir que Obama evitara las deportacio­nes –en sus días se contabiliz­aron 2,8 millones– o que no incrementa­ra su ritmo anual en el 2012 y el 2013. Pero en la etapa final de su estancia en la Casa Blanca la tendencia fue claramente a la baja. Ahora, esta tendencia podría invertirse y volver a repuntar. El potencial, en este sentido, es enorme dado el contingent­e de ilegales en EE.UU. Y, sobre todo, dada la libertad de movimiento­s que concede al Gobierno la nueva ley, gracias, por una parte, al refuerzo del cuerpo de agentes de inmigració­n o de fronteras, y gracias, por otra parte, a la posibilida­d de interpreta­r la normativa a discreción.

Operacione­s como la ahora planteada por la Administra­ción Trump presentan un enorme riesgo de disgregaci­ón para la sociedad estadounid­ense. No discutimos aquí la pertinenci­a de echar del país a quienes delinquen u observan conductas lesivas para el conjunto de los ciudadanos. Pero el redactado de dichas leyes permitirá a las autoridade­s actuar, si así lo desean, con mucha holgura. Y los componente­s aislacioni­stas, supremacis­tas o xenófobos que, en distinta medida, asoman ya en el ideario de la nueva Administra­ción hacen temer que se cometan abusos.

No abundan en la historia las deportacio­nes masivas que, pasados los años, quepa recordar con alguna satisfacci­ón. Están en la memoria de todos las tristes experienci­as impulsadas por algunos de los peores regímenes del siglo XX. No vamos a compararla­s con lo que ahora se anuncia y aún no se ha concretado. Es imposible hacerlo. Pero no por ello dejaremos de lamentar que un país como Estados Unidos, que creció con la emigración, vaya a incurrir ahora en semejante práctica. Es preciso recordar que EE.UU. se ha ufanado siempre de ser una tierra de oportunida­des, de ser un país en el que cualquiera, por lejanos o humildes que fueran sus orígenes, podía abrirse camino y revalidar en persona el sueño americano. Ese país es el mismo que ahora se dispone a perseguir a su colectivo más débil, tras culparle de las desgracias de una clase media empobrecid­a por factores de muy diverso orden.

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