La Vanguardia (1ª edición)

Carmeta de Cal Gall

- Julià Guillamon

Todo esto pasaba antes de la comida envasada masivament­e. El viejo Parcet era el panadero de la calle del Vern. Se pasaba la noche pastando y cuando le veías saliendo del obrador llevaba tanta harina encima que parecía un hombre blanco. El pelo, los calzones y, ni que decir tiene, los brazos y la camiseta de manga corta. Can Genebat, Can Vadoret y Can Nofre eran las tres tiendas de ultramarin­os que vendían legumbres cocidas. La gente iba a buscarlas, por la tarde, acabadas de cocer, y se las llevaba en lecheras de aluminio. En el escaparate de Can Vadoret, que era una ventanita que daba lateralmen­te a la calle del Pont, tenían siempre un plato de albóndigas envueltas en tripa, y todo el mundo especulaba sobre cuántos días llevaban allí envueltas. Las carnicería­s eran otro mundo fascinante, con el hombre cubierto con un saco que acarreaba por la calle un cordero abierto en canal y el zumbido de la máquina que serraba el hueso de la pierna.

Como que no éramos del pueblo, las primeras personas con las que nos relacionam­os fueron los vecinos, que venían a trabajar al hostal de casa, y los tenderos donde comprábamo­s. Me encantaba ir a comprar. En plena temporada, era una manera de huir discretame­nte del ajetreo y de la faena, que nunca terminaba. También era muy agradable la sensación de abundancia. Carmeta de Ca l’Arimany, con cara de campesina bonachona y la espalda abombada de tanto darle a la cuchilla, cogía un papel encerado, lo colocaba sobre la báscula e iba contando costillas y chuletas, más chuletas que costillas. Me gustaba ver cómo Carmeta envolvía la pieza sobre la punta del hueso, como un brazo de gitano. También me gustaba ver cómo iba alternando los cuchillos: uno delgado y largo para rebanar, uno corto y profundo para romper el hueso. Para cada chuleta, un movimiento doble de cuchillos, y vuelta a empezar.

Me conocían desde pequeño y les divertía verme llegar. Y cuando fui algo más mayor y empecé a hacer lo que se podrían llamar rarezas, las miraban con buenos ojos. No sé si a causa del contacto permanente con las grasas, muchos tocineros tienen la voz enronqueci­da, como si el embutido les hubiera lubrificad­o la garganta. Carmeta de Cal Gall tenía este tipo de voz. Me enviaban a buscar butifarra blanca y butifarra negra al colmado de la calle del Sorrall. La cortábamos en buenos pedazos y la servíamos en la fuente junto a la verdura: el calor del hervido quedaba macerada, riquísima. Carmeta era muy simpática, la tienda funcionaba a las mil maravillas y siempre había cola. Me sentaba en una silla en la entrada, sacaba mi libro de la colección de bolsillo de Bruguera o de Alianza Editorial y me ponía a leer. Años después, cada vez que me veía, se lo explicaba a todo el mundo y me imitaba con mucha gracia, como si sus manos fueran el libro, acercándol­as mucho a los ojos y a la nariz. “Sempre llegint!” –exclamaba con aquella voz de haber comido chicharron­es–. Yo sonreía un poco avergonzad­o. Carme Vidal Aloma, Carmeta de Cal Gall, que murió a principios del mes de enero. Gracias, Carmeta, guapa.

No sé si a causa del contacto permanente con las grasas, muchos tocineros tienen la voz enronqueci­da

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