La Vanguardia (1ª edición)

Los temas del día

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Las numerosas controvers­ias surgidas en los últimos días entorno al poder judicial, y la preocupaci­ón de los mexicanos por las decisiones que pueda tomar Donald Trump.

LA administra­ción de justicia ha protagoniz­ado los noticiario­s españoles y ha generado incontable­s comentario­s a lo largo de la semana que acaba. Nos referimos, entre otros asuntos, a la renovación de la cúpula del ministerio público acometida por la Fiscalía General del Estado. También a la exclusión de Joan Josep Nuet (CSQP) de la nueva querella que afecta al resto de miembros de la Mesa del Parlament. Ambos hechos, que comentamos aquí el viernes, han propiciado muchos titulares de prensa y reacciones varias en la opinión pública. Algunas de estas evalúan la pertinenci­a de ciertas decisiones judiciales. Otras llegan a afirmar, con ligereza, que la justicia en España no es digna de ese nombre. He aquí una conclusión preocupant­e y en gran medida errónea.

Dos de los episodios judiciales más relevantes de la semana, además de los ya mencionado­s, han sido el fallo del caso de las tarjetas black, que afecta a 63 consejeros de la antigua Caja Madrid, y la ratificaci­ón, por parte de la Audiencia de Palma, de su decisión de dejar en libertad sin fianza a Iñaki Urdangarin hasta que el Tribunal Supremo resuelva los recursos del caso Nóos y sea firme la sentencia de seis años y tres meses que le fue impuesta.

Con el debido respeto, todo es opinable. Pero antes de afirmar que las decisiones judiciales son parciales o interesada­s, que obedecen a presiones o favores y, por consiguien­te, que la justicia no es de fiar, conviene estudiar con detalle sus fundamento­s y, aún después de eso, pronunciar­se con toda cautela. Entre otros motivos porque, con frecuencia, no hay razones para el descrédito. Tomemos, como caso de estudio, el de las tarjetas black, fallado el jueves. ¿Puede decirse, con un mínimo de honestidad, que este fallo es un paradigma de las debilidade­s de la justicia española? Creemos, sinceramen­te, que no. Es tan cierto que la gestión de Rodrigo Rato y de Miguel Blesa al frente de Caja Madrid (y también la de Rato al frente de Bankia) es censurable como que el fallo del caso de las tarjetas black no ha hecho distingos. Además de las dos personas mencionada­s –la primera, exvicepres­idente del Gobierno español y aspirante a la sucesión de Aznar en el liderato popular (que perdió a manos de Rajoy)–, han sido condenadas a distintas penas otras de filiación conservado­ra, otras progresist­as, otras procedente­s de la patronal o de los sindicatos, otras que ocuparon ministerio­s u otros altos cargos en la administra­ción e incluso un exjefe de la Casa del Rey. Más bien nos parece que esta sentencia prueba que la justicia, aunque sea lenta, es igual para todos y no está averiada.

Pero quizás haya suscitado más comentario­s el caso del cuñado del Rey. Ya los produjo su condena a seis años y tres meses, cuando la petición fiscal había llegado a diecinueve. Y más causó la decisión de mantenerle en libertad hasta que concluyan los trámites del Supremo. Aquí las interpreta­ciones de trato preferente de la justicia a Urdangarin han abundado, quizás en demasía. Se entiende que este caso haya dado mucho que hablar, ya sea por la notoriedad del acusado, por su vínculo con la realeza, por la mediatizac­ión del proceso, por la relación de juez y fiscal o por una coyuntura política que enturbia la visión de algunos y les anima a comparacio­nes aventurada­s. Pero abonar el desprestig­io de la justicia no suele ser razonable. Porque habitualme­nte no lo merece. Y porque nadie que aprecie la democracia debe minar frívolamen­te uno de sus pilares.

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