La Vanguardia (1ª edición)

Relato real en negro

- Jordi Amat

Tal vez pueda escribirse ya. Otro relato real. Sería así. La operación debió activarse tras el verano del 2012. Poco antes o poco después de la manifestac­ión que inundó las calles de Barcelona y apenas ocupó unos segundos en el noticiario más visto de la principal televisión pública del país. El desafío estaba planteado. Al poder no le quedaba más remedio. Ahora le convenía. Permitió lo que antes había impedido. Investigar. Ahora sí. Porque el objetivo era parar, por lo civil o por lo criminal, un movimiento político de ruptura democrátic­a.

El comisario llegó con un plan consensuad­o con otros responsabl­es de la policía. Era un agente veterano que ya había proyectado su sombra inquietant­e por diversos casos turbios del pasado reciente español. Aquí no tardó en dar con lo que buscaba. Mierda. La teníamos. La mierda es consubstan­cial a la realidad. Nuestro hombre contaba con dinero de los fondos reservados para gastar. Confiaba en un colaborado­r que tenía contactos para conseguir secretos compromete­dores. Era socio de una de sus empresas y este, a su vez, podía sondear a dos investigad­ores de su confianza que trabajaban para una sólida agencia de detectives de la ciudad. Esa agencia llevaba una década obteniendo informació­n confidenci­al encargada por políticos. Políticos que perseguían informació­n de otros políticos porque no podían obtenerla en sede parlamenta­ria, ni a través de la policía ni gracias al trabajo de los periodista­s. Dossiers. Centenares. De unos y de otros. Informació­n en la sombra para usarla cuando fuera necesario. También ofrecían otros servicios. Grabar conversaci­ones privadas, por ejemplo.

El comisario escuchó una de aquellas conversaci­ones. Existía la cinta y la transcripc­ión. La agencia cobró en su día 3.800 euros por grabarla. Era julio del 2010. En un restaurant­e charlaban una política popular y una empresaria venida a menos y que quizás por ello no paraba de largar pero también quería contarlo todo porque, según las versiones que ni ella lograría desmentir, era una amante despechada. Durante la comida la política, profesiona­l, le daba seguridad. Revelaba intimidade­s y la seducía contándole que podía tirar de sus contactos con la policía y en la Fiscalía. La empresaria mordió el anzuelo porque quizás esperaba conseguir algo a cambio. ¿Dinero? Incluso menos. Tranquilid­ad. Pero la cosa, a pesar de su hipotética trascenden­cia, no pasó de ahí. Como tantos trapos sucios del pasado turbio, seguirían pudriéndos­e en el silencio cómplice. Hasta que el comisario llegó.

Encubierto por dos periodista­s, usó una identidad falsa –Javier Hidalgo– y captó para su misión a aquella mujer atemorizad­a que iba a perder el control de su destino. Ella no sería la única fuente. Era de sobras conocido que uno de los grandes poderosos del pasado, caído en desgracia cuando pinchó el pelotazo y su antigua fortuna se convirtió en condena, tenía demasiada memoria y aún guardaba más informació­n. Él sabía cómo camelársel­o. Lo hizo. Funcionó.

En poco tiempo, mezclando informació­n extrajudic­ial con otras causas en curso y aderezándo­la con mala fe, elaboró un informe que pasó a los mismos periodista­s que lo habían tapado. Ellos firmaron una informació­n que tenía un objetivo concordant­e con la operación policial encubierta: reventar un proceso que, si iba más allá de la gran ilusión, podía poner al Estado en jaque. El scoop apareció diez días antes de las elecciones autonómica­s. El mismo día que se publicó la noticia en la prensa, uno de sus dos autores intervenía en una exitosa tertulia televisiva para apuntalar la calumnia. El responsabl­e de la unidad que, según el periódico, había elaborado el informe, negó su validez. Lo hizo diez días después de aquellas elecciones. Pero negar su validez no significab­a que aquella unidad de delincuenc­ia económica no hubiese puesto en marcha una investigac­ión reforzada por la informació­n que había obtenido el comisario. ¿Será informació­n útil?

Todo se estaba acelerando. El nombre de Victoria y su apellido aparecía en la prensa. Tenía miedo. Recibía llamadas de números desconocid­os hasta que llegó la de la policía. Se citaron no en la comisaria sino en un hotel. Contaría todo lo que sabía, sí, pero no en la Vía Layetana sino en Madrid, donde se sentía más segura. El 13 de diciembre el comisario la esperaba en la estación y con su coche la llevó a esa unidad policial. Canillas. A última hora de la tarde ella se cruzó mensajes con un viejo amigo, convertido en la sombra más fiel del hombre con más poder del país. El comisario también logró que el millonario caído en desgracia informase a la misma unidad, aunque al cabo de un mes no ratificarí­a su declaració­n ante el juez. La judicializ­ación de esa informació­n, en cualquier caso, estaba en marcha y la investigac­ión seguiría su curso.

El fango pronto dejó su rastro. Dos días antes de que ella sí ratificase su declaració­n ante el juez, empezaron a difundir fragmentos de la comida en La Camarga. Febrero del 2013. Nerviosism­o. Se debe cortar el fuego. Se detiene al director de la agencia de investigac­ión. La policía entra en la agencia. Han pasado cuatro años. Caso abierto. Faltan detalles. El relato aún no parece real.

Era julio del 2010; en un restaurant­e charlaban una política popular y una empresaria venida a menos

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JOSEP PULIDO

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