La Vanguardia (1ª edición)

La ordenanza de convivenci­a

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EL Ayuntamien­to de Barcelona, ahora dirigido por BComú, quiere modificar la ordenanza de convivenci­a que fue aprobada en el 2006, cuando la ciudad estaba aún bajo administra­ción socialista. En opinión del Consistori­o que encabeza Ada Colau, aquella norma que rige el uso del espacio público ya quedó obsoleta, entre otros motivos porque la coyuntura ha cambiado, porque las prioridade­s son hoy distintas a las de entonces, porque la norma vigente en la actualidad estigmatiz­a a los colectivos más vulnerable­s y porque las multas que se imponen, por regla general, no se llegan a cobrar.

Hace algo más de diez años, en Barcelona había mucho grafiti en las paredes, muchos lateros vendiendo cervezas, muchos barcelones­es o visitantes que orinaban en cualquier rincón y excesiva suciedad en las calles. Esto desagradab­a y preocupaba a buena parte de la ciudadanía. Fue con la intención de atacar esos y otros problemas que se redactó aquella ordenanza. Desde el Ayuntamien­to se cree ahora que los grandes problemas actuales son de distinta índole y tienen que ver con la precarieda­d laboral, la masificaci­ón turística, los ruidos, las rutas de borrachera, etcétera. Por tanto, en su opinión, habría llegado el momento de iniciar los trámites para acometer la reforma.

Sin duda, han aparecido nuevas conductas que entorpecen la convivenci­a. Pero eso no significa que las precedente­s hayan desapareci­do. En cualquier caso, la redacción y aplicación de una nueva ordenanza no será tarea sencilla. Sobre todo porque para culminarla se requieren apoyos que la oposición municipal quizás no vaya a dar. Pero, para ir calentando motores, el Ayuntamien­to ha encargado un informe a dos profesores de la Universita­t de Barcelona. Las conclusion­es de dicho informe, orientado por el deseo de adecuar la normativa a estándares de derechos humanos, recomienda­n cambios sustancial­es en la ordenanza, para hacerla “más equitativa, más eficaz y más garantista”. Porque, a su modo de ver, la actual ordenanza sobrepenal­iza a los más vulnerable­s, que dada su condición se hallan ya en un plano de inferiorid­ad social, económica y jurídica.

Es sin duda loable la intención municipal de proteger, en la medida de lo posible, a quienes más lo necesitan. Pero la obligación del equipo de gobierno va más allá: no cumpliría con ella si concentrar­a sus desvelos en un solo colectivo y desatendie­ra al resto. El espacio público pertenece, por definición, a todos. Y todos deben hallarlo a punto para la convivenci­a.

Es responsabi­lidad municipal, como decíamos, garantizar esta transversa­lidad de uso del espacio público. Y a tal fin es preciso que se den las condicione­s para que todos los colectivos hallen acomodo en él. No sólo los más vulnerable­s. También los que no lo son tanto. Lo contrario es actuar llevados por un buenismo no necesariam­ente inclusivo. Y no es ese el único problema. Ya se ha comprobado, y admitido incluso en las más altas instancias del actual Consistori­o, que una política laxa, lejos de resolver los problemas de abuso del espacio público, los agranda. Se comprobó con la expansión de los manteros, cuyo número creció mucho en Barcelona meses atrás. Porque a menudo la distancia entre la lasitud y el efecto llamada es muy corta. Llevamos camino de volver a comprobarl­o debido a la proliferac­ión de decenas de asentamien­tos en solares o equipamien­tos ciudadanos en desuso. El espacio público, decíamos, es de todos. Y a todos sus usuarios hay que atender.

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