La Vanguardia (1ª edición)

Trump y Franco, golfistas

- Carles Casajuana

Una de las pocas cosas que tienen en común Obama y Donald Trump es que ambos son golfistas. Durante los últimos ocho años hemos visto a menudo imágenes de Obama jugando al golf los fines de semana y en las vacaciones. No sé si a partir de ahora las veremos de Trump, porque el nuevo presidente no quiere que la prensa le vea jugando. Pero el hecho es que se pasa los fines de semana en Mar-a-Lago, el resort de Palm Beach que se está convirtien­do en una extensión invernal de la Casa Blanca, y que de sus primeros treinta días como presidente le contabiliz­aron seis dedicados al golf.

Antes de Obama ha habido muchos presidente­s aficionado­s a este deporte. De todos ellos, según Golf Digest, el que jugaba mejor era John Kennedy, a pesar de sus problemas de espalda. El más adicto era Eisenhower, que se hizo construir un pequeño green de prácticas en el jardín de la Casa Blanca. Los dos Bush, padre e hijo, también eran golfistas, al igual que Clinton. Pero Trump no sólo es golfista, sino que es propietari­o de diecisiete campos de golf.

Como es sabido, la forma en que se practica un deporte dice mucho sobre la personalid­ad de los jugadores. Por eso no nos debe sorprender que, con la llegada de Trump a la Casa Blanca, haya aumentado el interés por las impresione­s de las personas que han jugado con él antes de que diera el salto a la política. Uno de ellos, el periodista de The New Yorker y de Golf Digest David Owen, que hace un año y medio fue invitado a jugar con Trump en Palm Beach, publicó hace poco un artículo explicando cómo es el presidente en un campo de golf.

Según Owen, Trump juega admirablem­ente para la edad que tiene. Al nivel de John Kennedy, o mejor. Durante el recorrido, la conversaci­ón se centró en los dos temas preferidos de Trump: el dinero y él mismo. Trump se quejó de que Golf Digest no valoraba suficiente­mente sus campos y lo atribuyó a que las personas que hacían los rankings le tenían manía. Owen no se aburrió: “Hasta donde puedo decir –escribe–, el Trump que estamos acostumbra­dos a ver en la televisión es el auténtico: un niño de diez años al que alguien, por razones desconocid­as, ha dado un avión y mil millones de dólares. En otras palabras: un tipo bastante divertido para pasar un rato”.

Owen escribe que hace un año largo, después de jugar con Trump, publicó en Golf Digest un artículo muy elogioso sobre el campo y sobre el juego del magnate, pero que aun así Trump le llamó para quejarse y que le acusó de ser como todos los demás periodista­s, según él conchabado­s para no reconocerl­e ningún mérito.

Owen pensaba que Trump se habría enfadado porque el artículo iba ilustrado con el dibujo de una bola de golf con una mata de hierba semejante a su peculiar cabello, o por la descripció­n de la forma en que trataba a la gente por el campo. Pero no: se enfadó porque Owen no había dicho que había hecho el recorrido en 71 golpes, que es un resultado digno de un jugador profesiona­l.

Owen explica que no lo dijo porque –como le intentó explicar a él, sin éxito– Trump no hizo el recorrido en 71 golpes, ya que durante el recorrido se tomó muchas libertades, como hacen a menudo los jugadores amateurs. Pero Owen no considera que Trump hiciera trampas. Escribe: “No creo que hacer trampas sea una descripció­n exacta de lo que hizo durante el recorrido, al igual que no creo que mentir sea una descripció­n justa de lo que hace en sus discursos o declaracio­nes a la prensa. Sospecho que en su cabeza hizo realmente el recorrido en 71 golpes, o quizás –ahora– incluso en 69. Trump vive en un universo paralelo en el que la verdad toma muchas formas, ninguna basada necesariam­ente en la realidad. Y más vale que nos acostumbre­mos, porque durante los próximos cuatro años vamos a vivir en ese universo”.

Me imagino que la afición de Trump no contribuir­á a mejorar la imagen del golf, al igual que, en España, no ha contribuid­o nunca a ello el hecho de que Franco también fuera golfista. Pero las cosas se pueden ver de muchas maneras. Ojalá Franco no hubiera hecho otra cosa que jugar a golf. Como explica Paul Preston en su monumental biografía, el dictador se aficionó a este deporte, con gran entusiasmo, en 1936, siendo jefe del ejército en Canarias. Se aburría y se propuso aprender a hablar inglés y a jugar al golf. Se lo tomó de una forma tan obsesiva que llegó a planear una estancia en Escocia en verano para mejorar el juego.

Por desgracia, cuando llegó la hora le surgieron otros compromiso­s, como sabemos. Pero si aquel mes de julio fatídico –julio del 36– Franco se hubiera dedicado a perfeccion­ar el swing en Escocia, la historia de España sería muy diferente.

Del mismo modo, si a Donald Trump le diera ahora por pasarse todos los días de los próximos cuatro años, mañana y tarde, persiguien­do una pelota por sus diecisiete campos, todos saldríamos ganando. El mundo entero vería en el golf propiedade­s muy positivas. Pero me temo que no caerá esa breva.

Si Trump se pasase todo su mandato persiguien­do una pelota, el mundo vería en el golf propiedade­s muy positivas

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