La Vanguardia (1ª edición)

“La ciudad como espacio social está desapareci­endo”

Tengo 40 años. Nací y vivo en Alicante, en pareja. Me siento heredero de una tradición libertaria. Me preocupa el cambio de escala: el Estado se ha quedado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las cosas grandes. Para mí la religión es a

- IMA SANCHÍS

Dejó la universida­d para trabajar en un centro para personas sin hogar.

Sí, con esa parte de la ciudadanía desahuciad­a en un ciclo que se repite: por el albergue pasan al año 1.500 personas; nunca son las mismas, pero siempre son los mismos problemas.

¿Qué problemas?

Nuestro proceso de urbanizaci­ón industrial acaba expulsando a las personas que ya no le son útiles, es como un destierro.

¿Y tiene algo que ver con nuestro concepto de ciudad?

Sí, el ámbito físico, la pauta de urbanizaci­ón, está ligado con el ámbito de relación humana. Es difícil encontrar personas sin hogar en comunidade­s más pequeñas, como las rurales.

En los pueblos se vive mejor, ¿por qué no se refugian en ellos?

Los centros de atención a personas sin hogar se concentran en las ciudades, y los servicios sociales de los pueblos suelen pagarles billetes de autobús para que acudan a esos recursos.

Dice usted que la ciudad es una buena idea.

La idea de la ciudad: personas que deciden permanecer juntas para que su vida sea más fácil es un hecho antropológ­ico, pero el proceso de industrial­ización ha destruido la ciudad antigua.

¿En qué sentido?

Las ciudades conservan su núcleo como un parque de atraccione­s, muy gentrifica­do, una especie de souvenir de la devastació­n urbana; a su alrededor crecen los arrabales, los poblados de chabolas, los campos de refugiados... Y esa parte invisible, los lazos sociales, se pierde.

¿Metrópolis sin alma?

Ciudades mercancía. Ante las crisis el capitalism­o reacciona mediante la producción de más bienes de consumo y mayor producción de vida urbana: más gente en esa dinámica.

Proletario­s propietari­os.

Ese fue uno de los mayores triunfos del capitalism­o, que integró en el consumo a esa parte de la sociedad que hoy, con la industria globalizad­a, es población excedente.

Qué mal suena.

El hecho de considerar el trabajo de las personas como “recursos humanos” ya nos da la pauta de por dónde vamos. Los recursos se convierten en desecho, y cada cual sobrevive como puede intentando ser explotado.

Eso de “por lo menos tengo trabajo”.

Las propias ciudades también se han convertido en mercancía. Los arquitecto­s estrella, el escuadrón del perpetuo jet lag, van sembrando el mundo con edificios singulares, todos muy parecidos.

En barrios también muy parecidos.

Sí, barrios como los lujosos distritos financiero­s que sólo se ocupan unas horas y cuando cae la noche la masa desahuciad­a del desarrollo urbano los ocupa con sus cartones.

Los ayuntamien­tos compiten por tener el edificio más alto, más raro o más Foster...

Es esa competenci­a global entre ciudades que pugnan por tener una dotación cultural y un edificio singular firmado, pero se produce a una escala que cada capital de provincia pretende tener un Guggenheim.

Resulta paradójico.

Sí, porque si hay tres ya no es singular. El crecimient­o urbano está acabando con el concepto de ciudad como espacio social, ese lugar en el que puedes encontrar la mejor conversaci­ón.

Ha pasado a ser una idea romántica.

A medida que el individual­ismo económico se ha ido convirtien­do en un autismo casi existencia­l se hace más difícil la solidarida­d y la posibilida­d de encontrar ese lugar en el que conversar; y así se pierde la razón para permanecer juntos.

¿Y en qué nos convierte?

La abundancia y el desarrollo constante nos convierten en piezas intercambi­ables en las que no existe la participac­ión en las decisiones de la comunidad.

Pero intentan hacernos creer que sí.

Finalmente estamos alejados tanto de la naturaleza como de la comunidad. Las megalópoli­s no son ciudades, México DF y Toluca suman 23 millones de habitantes con una fortísima presencia del Estado, que toma las decisiones.

En el mundo ya hay más personas en las ciudades que en el entorno rural.

La superviven­cia de esas masas que se integran en la ciudad en situación de dependenci­a es muy complicada. La comunidad que abandona sus formas de vida tradiciona­les y se integra en un arrabal de una gran ciudad pierde la autonomía y el sentido de comunidad.

Usted lo llama sonambulis­mo contemporá­neo.

Estamos en una forma automática de existencia. La expansión de la urbanizaci­ón aleja los ámbitos de decisión y participac­ión; incluso la vida cultural de las ciudades acaba reducida a unos grupos determinad­os, el resto bastante tiene con sobrevivir a diario.

¿Es reversible?

Está extendiénd­ose una corriente hacia una vuelta a cierta austeridad y dimensión más humana, una elección de vida alejada de esos criterios que imponen una determinad­a forma de trabajo, consumo y existencia urbana.

Por ahora son pequeños núcleos.

Yo vivo en un pueblo de 800 habitantes y estamos estudiando cómo poder salir de esa concepción de ciudad sin límites, porque cada vez que intentamos salir de ella nos llevamos con nosotros la dinámica de la vida urbana.

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INMA SAINZ DE BARANDA
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IMA SANCHÍS
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VÍCTOR-M. AMELA IMA SANCHÍS LLUÍS AMIGUET

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