La Vanguardia (1ª edición)

Palabras sabrosas

- Joana Bonet

Las estrellas de la comunicaci­ón culinaria en EE.UU. cobran 6.000 dólares por un solo artículo

La prosa gastronómi­ca ha encontrado su nicho –palabra que ha escapado de los cementerio­s para instalarse en los negocios– y su envoltorio semántico ha cruzado la puerta del restaurant­e, reflejando la centralida­d que hoy ocupa el universo gourmet. En los años noventa empezó a fraguarse el discurso sensorial del paladar, aunque entonces pocos intuían que la comida sería la auténtica droga del siglo XXI. No sólo eso, Jeff Gordinier, periodista especializ­ado en la materia, ha razonado que “el placer definitori­o de los años 60 fue la música. Hasta cierto punto, el de los 70, el cine. Hoy, la búsqueda que define nuestro tiempo tiene que ver con la comida”. Tanto que el vocabulari­o de la alta cocina se viene colando –¿o debería haber escrito infusionan­do?– en el habla cotidiana, aunque la sencillez de antaño se ha revestido de una sofisticac­ión, digamos, “desglasada”, “deconstrui­da”, “saborizada” con coulis o espumas a base de hidrógeno líquido, que hace felices a los comensales.

Sólo a esa luz, la que dan los fogones de los realities televisivo­s, los blogs especializ­ados y los talleres para amasar tu propio pan o fabricar cerveza casera, puede entenderse que las estrellas de la comunicaci­ón culinaria en Estados Unidos cobren 6.000 dólares por un solo artículo, cuando, con suerte, un redactor freelance recibe en nuestro país 150 euros por página. Esa sobrevalor­ación indica el espacio que hoy ocupa la gastronomí­a sofisticad­a, que por cierto –y a diferencia de la moda o la cosmética– no se considera frívola ni efímera.

Este mes visitó nuestro país Stephanie Danler, la treintañer­a california­na autora de Dulceagrio (Malpaso), un best seller que narra la iniciación de un joven a la vida adulta en un exclusivo restaurant­e de Manhattan. Ella, camarera durante 16 años y foodie militante, que tras el éxito de su ópera prima ha firmado un contrato millonario para sus próximos libros, explicaba la paradoja que subyace en cualquier neobistrot de moda con lista de espera: “En un espacio reducido y durante la misma noche se reúnen, en los dos extremos, clientes dispuestos a pagar 500 dólares por una botella de vino y friegaplat­os sin papeles que tienen cuatro trabajos para sobrevivir; una microsocie­dad”.

Ello me hizo pensar en el poema de Emilio Martín Vargas, un poeta de Valencia que se gana la vida como camarero. Una noche, se le cayó de las manos una botella de Pingus al servirla: imposible desperdici­ar ese “reguero purpúreo de noveciento­s treinta y seis euros” que le tintó la punta de los zapatos con aristocrát­ica humedad, proporcion­ándole material para sus versos y erigiéndos­e a la vez en un goloso símbolo de la lucha de clases.

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