La Vanguardia (1ª edición)

La baguette de Le Pen

- Ramon Aymerich

Los pueblos y ciudades de la Francia verdadera tienen siempre una catedral gótica con gárgolas. La catedral suele estar al lado de una plaza y en ella no falta nunca el café en el que tomar el sol en invierno y desayunar un buen croissant, el horno donde venden las mejores baguettes del mundo, la carnicería y un bistrot para tomarse un vino y un pedazo de queso.

La ciudad francesa de provincias es muy diferente de los pueblos del interior americano. No hay croissants, ni tampoco baguettes. No tienen una plaza central, pero sí una calle larguísima, Main Street, que los atraviesa de una punta a otra. Es donde están todas las tiendas y se hacen los desfiles de los soldados cuando vuelven de la guerra. En la ciudad francesa, los días de mercado los agricultor­es de los alrededore­s llenan la plaza con su ganado. En la ciudad americana, son los agricultor­es los que se acercan al pueblo el fin de semana para comprar.

Las ciudades de toda la vida en Francia y Estados Unidos son diferentes. Lo son sus edificios, sus comercios. Pero en el fondo son muy parecidas porque son dos realidades de un mismo pasado idealizado. La primera en caer fue la Main Street americana, cuando los comercios empezaron a cerrar en los años cincuenta y sesenta por la expansión de los grandes almacenes. Después, con la crisis de los ochenta, cuando el empleo se fue a China, los trabajador­es desertaron de la Main Street. En Francia, con un mundo rural más protegido, el fenómeno se demoró. Pero en los últimos diez años se ha producido el cierre continuado de tiendas en el centro de los pueblos y el desplazami­ento de las compras a las periferias.

Cuando Marine Le Pen habla de proteger la identidad francesa, la “francitude”, se hace también eco de la angustia con que mucha gente vive la desertific­ación de los centros históricos de la Francia de provincias. Y cuando Donald Trump habla de hacer revivir la Main Street, lo que hace es utilizar un símbolo que siempre ha representa­do los valores de la América tradiciona­l, la de los pequeños contra los grandes. Main Street contra Wall Street.

La añoranza por un pasado que siempre pensamos que fue mejor es un arma política mortífera. Y los populismos son hábiles utilizando esos malentendi­dos. Todos esos comercios, todos esos negocios, cerraron porque a los propietari­os no les salían las cuentas, superados por fórmulas comerciale­s más competitiv­as. Dejaron de ser eficientes. La ironía de esta historia está en descubrir ahora que allí donde el pequeño comercio encuentra mejores perspectiv­as es en el turismo (la conversión de los centros históricos en parques temáticos) y en los barrios más acomodados y exclusivos (que es donde el cliente no piensa tanto en el precio).

Pero que la economía tenga una lógica implacable no tiene que hacer perder de vista la importanci­a que tiene el comercio en el paisaje de la gente. Y que su desaparici­ón implica, en parte, la desaparici­ón del mundo como la gente lo vive y lo conoce. Ahora que acaba de empezar el terremoto digital, habrá que tenerlo en cuenta.

El comercio es también el paisaje diario, y a menudo el mejor reflejo de los cambios por venir, también políticos

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