La Vanguardia (1ª edición)

Corruptela­s intolerabl­es

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix analiza uno de los puntos débiles de nuestro sistema político: “La responsabi­lidad de la corrupción es de los corruptos. Pero también la fomentamos, por pasiva, quienes deberíamos exigir de modo más activo a los políticos que la combatan. Se suele decir, como si fuera un atenuante, que casi todos somos corruptos, porque aceptamos un día una factura sin IVA. Pero no es lo mismo que un ciudadano que paga sus impuestos cometa un desliz que otro que dice estar en política para servir meta la mano en la caja común”.

Son ya muchos años bajo la lluvia fina –y disolvente– de la corrupción. Pero lo de los últimos días es un auténtico temporal. En particular, el caso protagoniz­ado por Ignacio González, que ha arrastrado al caer a Esperanza Aguirre, su mentora política, lideresa eterna y aspirante al trono de Rajoy. Es tanta y tan recurrente la presencia de la corrupción en España que podemos acabar percibiénd­ola como una abstracció­n, como un concepto que empieza y acaba en sí mismo. Sin embargo, esa palabra alude a algo muy concreto: el robo de dinero público que tributan los ciudadanos y acaba en poder de quien dice representa­rles.

La responsabi­lidad de la corrupción es de los corruptos. Pero también la fomentamos, por pasiva, quienes deberíamos exigir de modo más activo a los políticos que la combatan. Se suele decir, como si fuera un atenuante, que casi todos somos corruptos, porque aceptamos un día una factura sin IVA. Pero no es lo mismo que un ciudadano que paga sus impuestos cometa un desliz que otro que dice estar en política para servir meta la mano en la caja común de modo descarado y sistemátic­o.

Suele hablarse también de que la corrupción es propia de la naturaleza humana. Que es inevitable porque, como sentenciab­a Jefferson, es consustanc­ial a la consolidac­ión del poder. Que, siendo lamentable, está extendidís­ima: según dijo un Kissinger guasón, “los políticos corruptos dan muy mala imagen al 10% restante”. Y que sigue avanzando por más trabas legales que quieran frenarla, algo que ya observó en su día Tácito: “Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene”… Ahora bien, ninguna de estas constataci­ones debería favorecer el abandono de la lucha contra la corrupción, que requiere del imprescind­ible apoyo de los partidos.

Hasta la fecha los efectos de esta lucha no han sido irrelevant­es, pero sí limitados. Acaso porque también ha sido limitada la convicción con la que se afronta: se han promulgado nuevas leyes, se han abierto oficinas fiscalizad­oras, se ha pactado desde el poder con otras fuerzas políticas… Pero los frutos cosechados no han bastado para erradicar la corrupción. La labor de la justicia, en cambio, es más fructífera, y es por ello que casos como Gürtel, Púnica, Palma Arena o Lezo, por citar varios que afectan al PP, han llevado a algunos de sus responsabl­es a la cárcel. A pesar de que desde el poder a veces se obstaculiz­an investigac­iones, instrument­alizando o maleando a los fiscales. Y, con mayor frecuencia, se niega toda responsabi­lidad propia, hasta que la evidencia se impone.

La posición del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, es en este sentido delicada. La mayoría de los correligio­narios que empezaron cuando él lo hizo han salido ya de la escena política. Algunos (Bárcenas, Matas, Camps, Fabra, Rato, Granados...), camino del juzgado y/o de la prisión. Rajoy, que ha sido su coetáneo en las tareas de partido o gubernamen­tales, ha convertido el silencio en un método de defensa. Y ahí sigue, en la cima del poder popular, mudo o balbuceant­e. Al parecer, cree posible mantenerse sin admitir las responsabi­lidades políticas que le correspond­en, a la espera de que el temporal amaine. Veremos si tiene razón o, esta vez, se equivoca.

La buena noticia es –o podría ser– que en el propio PP han surgido figuras que enarbolan la bandera de la lucha contra la corrupción y que, por tanto, ha empezado a abrirse una brecha ante ella. La actuación de la presidenta madrileña, Cristina Cifuentes, cuyas denuncias han propiciado la caída de González y Aguirre, lo prueba. También las de un ala joven popular que reivindica la posibilida­d de un partido tradiciona­l limpio, ya sea conservado­r o socialdemó­crata; que se resiste a aceptar la limpieza como un autoprocla­mado privilegio del neoleninis­mo; que sabe que no hay futuro si desde la cúspide del partido, ante un nuevo caso de corrupción, se silba, se mira a otro lado y, cuando los indicios son abrumadore­s, se anuncia un propósito de enmienda que luego se incumple.

¿Por qué se ha venido revelando falsa esa voluntad de enmienda? ¿Será porque la corrupción, además de a pillos como González, también ha beneficiad­o, vía financiaci­ón irregular, a los partidos? Esa es una muleta económica de la que cuesta mucho desprender­se. Pero hay que hacerlo. Porque la corrupción no sólo corroe voluntades, carreras y contratos sociales. También mina la credibilid­ad de formacione­s que amparan a sujetos como González.

En consecuenc­ia, el problema de la corrupción va más allá de una u otras siglas. Dada su recurrenci­a en los partidos, acaba asociándos­e a la democracia y manchando la percepción que la sociedad tiene de ella. Lo que empieza como un robo de caudales públicos puede pues acabar con la destrucció­n de nuestro sistema de convivenci­a. Y ahí topamos ya con un peligro mayor porque, pese a sus defectos, no hay sistema mejor.

Hay que frenar la corrupción, que ya minó la credibilid­ad de los partidos, antes de que corroa la democracia

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