Todos somos Jaume Canivell
Un país justo debe honrar a los héroes, inmortalizar su memoria y enseñar la letra –“que con sangre entra”, como apostillaría el diputado Lluís Llach– de sus enseñanzas a las generaciones venideras.
Jaume Canivell no ha dado nombre a un paseo en la Bonavista de Calafell, ni brilla en el panteón de los héroes antifranquistas del país, y hay incluso partidos de Champions en los que unos guiris ocupan el asiento de tribuna baja del Camp Nou donde todos los domingos con su esposa –y algunos Gampers de agosto con Mercè, la secretaria– Jaume Canivell insultaba a Martí Filosía al grito de Pepa y lamentaba “aquest any, tampoc!”.
¿Ha olvidado Catalunya a Jaume Canivell, capitán industrial, amigo del viajante y precursor de la instalación de los porteros automáticos en los nuevos edificios en España?
¡No! No todos han borrado al protagonista de La escopeta nacional, tan parecido al actor José Sazatornil, y del que otro personaje dice:
–Este tío parece gilipollas, pero como es catalán...
Jaume Canivell era la admiración de la España del final del franquismo, retratada en el repertorio de La escopeta nacional, con guión de Rafael Azcona, cuyo humor sería hoy objeto de boicots de tantos y tantos colectivos correctos y avinagrados.
No, Canivell no ha muerto –a diferencia del gran Sazatornil–, y sus desdichas empresariales se las atribuye Jordi Pujol Ferrusola (JPF), que me fascina desde la tarde en que vino a decir –y en sede parlamentaria– que quien no tiene una colección de cochazos antiguos en sus garajes es porque no quiere, basta con afición.
Esta vez, en sede judicial, JPF se ha identificado con Jaume Canivell y, sobre todo, con sus infortunios en la cacería que costea y en la que termina ayudando en la santa misa, y todo por tratar de conseguir que el gobierno ordenase la instalación de porteros automáticos. Pero una cosa es no olvidar a Canivell y la fiel Mercè (Mónica Randall) y otra es empezar a apropiarse de su figura, símbolo del burgués catalán del siglo XX.
Los amigos de Jaume Canivell deberíamos fundar en Barcelona una asociación intercultural, saludable y no subvencionada, para defender la memoria de un catalán que pedía sin robar y viajaba a Madrid con resignación –y su fiel Mercè– para sacar partido de un Estado abrazafarolas al que nuestro héroe se acercaba con aprensión porque sus códigos le venían grandes y no le interesaban.
A diferencia de Jordi Pujol Ferrusola, Jaume Canivell tenía su empresa física, abonaba el salario a los empleados y desconfiaba de la caterva de ministros, ministrables, subsecretarios, marqueses de Leguineche y curas modelo “lo que yo uno en la tierra, no lo separa ni Dios en el cielo”.
De lo que comporta –y cuesta– mantener un Estado.
No hay que permitir que Jordi Pujol Ferrusola ‘robe’ a los catalanes uno de sus héroes del siglo XX