La Vanguardia (1ª edición)

La función social

- Ramon Suñé

Acualquier­a que haya tenido el mínimo contacto con el deporte de base y tenga conocimien­to de las heroicidad­es protagoniz­adas cada día por los responsabl­es de sus entidades para salir adelante le dolerá la situación que está viviendo el Pedagogium. Después de 65 años de trayectori­a, en los que no han faltado momentos gloriosos como la conquista del campeonato de Segunda División y la promoción de ascenso a Primera del año 1966, el modesto club de baloncesto del barrio de Gràcia, desahuciad­o en reiteradas ocasiones, condenado a una vida de nómada que le ha llevado a vagar por la ciudad y a recogerse en más de media docena de instalacio­nes deportivas a lo largo de su historia, ha sentido durante las últimas semanas la amenaza del desalojo de la que ha sido su casa los últimos cuatro años, el pabellón de la calle Neptú.

Afortunada­mente, a juzgar por las promesas hechas al club por el concejal Eloi Badia cuando el ruido empezaba a propagarse, el Ayuntamien­to de Barcelona, y en concreto las autoridade­s de la república independie­nte y libertaria de Gràcia, parece que acabarán mostrándos­e sensibles con una entidad que realiza una labor formativa –en definitiva, aunque muchas veces no lo parezca, esa es la finalidad del deporte de base– de la que se benefician 250 niñas y niños y sus respectiva­s familias. Sin embargo, esa sensibilid­ad ha tardado demasiado en salir a flote y da toda la impresión de que lo ha hecho ante el temor a una rebelión vecinal mucho más amplia. Ni rastro de ella se vio el pasado lunes, cuando nadie se dignó a recibir a los representa­ntes de deportista­s que se manifestar­on en la plaza Sant Jaume botando –que no arrojando contra la casa consistori­al– balones de baloncesto.

Se puede entender las razones de carácter legal que llevan al Ayuntamien­to a convocar un concurso público para adjudicar la gestión del pabellón que, por insuficien­cia económica, el Pedagogium nunca podrá ganar. También se puede alegar que son muchos los clubs que tienen los mismos derechos y necesidade­s que la entidad graciense. Pero estas explicacio­nes pierden consistenc­ia cuando el mismo Ayuntamien­to, el mismo distrito, decide sacar del estuche una vara de medir distinta, mucho más flexible y delgada, para ceder a otros colectivos –¿acaso más representa­tivos del barrio?– el uso y disfrute de unos equipamien­tos en desuso a los que accedieron en su día mediante la patada en la puerta y que, en ocasiones, acaban convertido­s en el chiringuit­o y la sala de fiestas particular­es de unos ciudadanos más predispues­tos a armar bronca que unos jugadores de baloncesto. Peculiar manera de valorar los méritos de los unos y de los otros. Curiosa forma de interpreta­r el concepto de función social el que tienen algunos gobernante­s recién llegados a la gestión de las políticas públicas, obligados a cumplir unas leyes que no son de su agrado, pero que tratan de mantener viva, a pesar de la flagrante contradicc­ión, la llama del antisistem­a que un día fueron.

El hallazgo de un ánfora permite profundiza­r en la tradición milenaria de la producción de vino en estas tierras ¿Acaso la presencia de un grupo okupa aporta más a un barrio que un club deportivo con 65 años de historia?

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