El diputado Lluís Llach
No me ha sorprendido en absoluto la reacción del presidente de la Generalitat, el muy honorable Carles Puigdemont, ante los polémicos comentarios del diputado (Junts pel Sí) Lluís Llach en los que anunciaba sanciones a los funcionarios que no cumplan la ley de Transitoriedad Jurídica, una de las llamadas leyes de desconexión con España. La reacción del presidente ha sido, como decía este diario (27 de abril), la de “apoyo total y absoluto” al diputado Lluís Llach. “Intentar presentar a Lluís Llach como alguien que amenaza, que coacciona –ha dicho el presidente Puigdemont– no sólo es injusto, es de ignorancia, porque si alguna cosa puede acreditar la biografía del señor Llach es que él, precisamente, ha sido víctima de censura, de detención, de prohibición, de exilio por gente que en el momento en que comenzó la carrera política gobernaba Franco y que cuando la acabó fue diputado de su grupo político (el presidente se refiere al diputado Xavier García Albiol, líder del PP en Catalunya), como el señor Rodolfo Martín Villa”.
La biografía de Lluís Llach, una biografía harto conocida, puede ser tan digna de respeto y admiración como usted quiera, señor presidente, pero ello no excluye que el diputado Llach pueda amenazar o coaccionar a unos funcionarios que no se muestren dispuestos a acatar una determinada ley. Pero al margen de esa amenaza, de esa coacción, lo que sorprende –hasta cierto punto, todo sea dicho– es que un diputado independentista saque a relucir un tema tan delicado como el de los funcionarios, la posible reacción de los funcionarios ante una posible ley de Transitoriedad Jurídica. Un tema tan delicado en un momento –el del llamado procés- no menos delicado. ¿Qué necesidad tenía el diputado Lluís Llach de sacar ese tema? ¿Lo hizo para provocar? ¿A quiénes, a los funcionarios, a sus adversarios políticos? Conociendo como creo conocer a Llach, yo diría que no había provocación en sus palabras. Simplemente se trató de una muestra de ingenuidad política: el diputado Llach amenazó a los posibles funcionarios que incumpliesen la ley –y no una ley cualquiera–, como si en vez de un diputado del Parlament catalán fuese un tertuliano que discute con cuatro vecinos mientras toma unas copas en el casino de su pueblo. La política es un oficio un tanto complicado y que no se aprende en cuatro días. Confío en que el revuelo que han ocasionado las declaraciones del diputado pueda servirle de algo.
Pero, volviendo a la reacción del presidente Puigdemont, no me ha sorprendido en abdel soluto porque para él, y para mucha gente de su partido, Lluís Llach, el diputado Lluís Llach, es un personaje intocable. Lluís Llach no es el juez Santiago Vidal. Toda comparación entre ambos resulta odiosa. Llach es un regalo inestimable para Junts pel Sí y el independentismo catalán. Hasta tal punto, que debe de haber más de algún ingenuo que se tome al pie de la letra la defensa que el presidente Puigdemont hizo de las declaraciones del diputado de su partido. Por lo que a mí respecta, soy de la opinión que el muy honorable Carles Puigdemont hizo lo que tenía que hacer: salir en defensa del diputado –y encima darse el gustazo de tildar a los peperos de franquistas–, aun sabiendo que el diputado, Lluís Llach, había metido la pata. Aplaudir, puestos en pie, a Lluís Llach, el Llach de L’estaca, en el Parlament, puede ser una gozada, pero, políticamente hablando, no sólo no convence, sino que además demuestra una cierta falta de rigor, de seriedad.
Y, para terminar esa crónica improvisada, vayamos a Francia, a las elecciones presidenciales francesas. El próximo domingo conoceremos al vencedor. Por cierto, en Perpiñán, en la primera vuelta, celebrada el pasado domingo, ganó la señora Le Pen. Perpiñán, capital de la Catalunya Nord, donde el himno USAP, su célebre –hoy no tanto– club de rugby, no es otro que L’estaca. ¿Qué ocurrirá el domingo, quién ganará, Emmanuel Macron o la señora Le Pen? A la señora Le Pen le sonríe la suerte: el pasado domingo, se hizo con siete millones y pico de votos (con un 22,33% de abstención), un millón y medio más de votos que los obtenidos en las presidenciales del 2012 o en las regionales del 2015. Macron sólo la adelanta con un millón de votos más. Para ganar, la señora Le Pen precisa entre 14 y 16 millones de votos (con una abstención del 30%). Todo puede ocurrir, rien n’est joué, como dijo Macron el pasado domingo, pero yo me juego media docena de botellas de Jameson a que, si no ocurre ningún imprevisto, gana el joven Macron. Catorce o 16 millones de votos son muchos votos. Así que tranquilos: Francia seguirá en la Unión Europea, junto a una posible Catalunya independiente. Y yo me iré a París, a mi barrio de Montparnasse, en la Rotonde, mi restaurante favorito, el mismo que suele frecuentar el joven Macron con su esposa Brigitte y la cantante Line Renaud –“notre portebonheur”, como dice el futuro presidente–. No es que el chico (39 años) sea santo de mi devoción, pero, con un poco de suerte, lo mismo me invita a una copita y a una ración de su tarta de las señoritas Tatin, que está riquísima. Vive la France!
PS. Leo en El País que Salvador Távora recibirá el Max de Honor el próximo 5 de junio en Valencia. Felicidades, maestro (le llamo maestro porque además de animal teatral es torero). Y leo que su mítico espectáculo Quejío, del que les hablé hace un par de meses en Sevilla, podrá verse en el Teatre Lliure aquel mismo mes de junio. No se lo pierdan.
Políticamente hablando, el cantautor no sólo no convence, sino que además demuestra cierta falta de rigor, de seriedad