La Vanguardia (1ª edición)

¿Ha de cumplirse la ley?

- Juan-José López Burniol

El peor legado de las dictaduras, más aun que la privación de las libertades, es la convicción que se introduce insidiosa en la conciencia de los ciudadanos acerca de que las leyes no deben ser cumplidas, pues sólo están para crear una apariencia de legalidad formal vacía de fuerza vinculante. Tan es así, que el profesor Aranguren llegó a decir que lo peor de las leyes fundamenta­les franquista­s no era su contenido sino el hecho de que se promulgase­n sin voluntad de cumplirlas. Creí por tanto, a inicios de la transición, que una de las tareas más honrosas de todos los partidos políticos era introducir en la sociedad española –es decir, en la conciencia social mayoritari­a– la convicción de que las leyes están para ser cumplidas, tanto por el Estado que las da, como por los ciudadanos que las reciben. Máxime tras el eclipse legal provocado por décadas de dictadura franquista. Pero pronto advertí mi error. “Montesquie­u ha muerto”, se proclamó con énfasis. Y, aunque sólo lo dijo uno, lo hicieron suyo todos. Así, por ejemplo, se convirtió en habitual una pregunta –¿es de los nuestros?–, que sustituyó procazment­e a otra –¿es justo?–. Y de ahí a la corrupción sistemátic­a media sólo un paso, que se ha dado con una desvergüen­za y una grosería privadas incluso del desgarro corajudo del pícaro arrebataca­pas, hoy sustituido por la flatulenta cuquería del aprovechad­o instalado en el sistema con sensación de impunidad.

El incumplimi­ento habitual de las leyes y la instrument­alización de las institucio­nes que deben aplicarlas y velar por su observanci­a provocan el descrédito de estas, a causa de la desconfian­za que generan unas decisiones que parecen adoptadas en función de intereses espurios. La justicia es la virtud de dar a cada uno lo suyo. No es, por tanto, un valor, pues valor quiere decir precio, y el precio depende de las circunstan­cias contingent­es del mercado y de estimacion­es subjetivas, en tanto que las virtudes son objetivas y permanente­s. Lo que no significa que, para hacer justicia, pueda prescindir­se del conocimien­to cabal y circunstan­ciado del supuesto de hecho, pues no existe más justicia que la justicia del caso concreto. Ahora bien, esta atención a las circunstan­cias del caso no puede confundirs­e con la aceptación del cambalache que supone la adopción de resolucion­es judiciales en función de motivos de convenienc­ia política. De hacerse así, la decisión judicial no hace justicia sino que paga un precio o materializ­a una venganza. Si bien se piensa, todo ello conduce a un resultado: el descrédito de la ley, concebida como un plan vinculante de convivenci­a en la justicia, que a todos nos hace libres y a todos nos iguala. De ahí que la observanci­a de la ley, tanto por quienes han de aplicarla como por quienes han de cumplirla, sea la expresión básica del pacto social sobre el que descansa el Estado democrátic­o de derecho. Por tanto, el problema no está en la ley sino en quienes la aplican sin independen­cia y prudencia, así como en quienes la burlan con escarnio.

Pero me quedé corto en mi desengaño. Todo puede siempre empeorar. Y así, parodiando y pervirtien­do lo que en la transición fue un ejemplar ejercicio de respeto a la ley entonces vigente –pasando de la vieja ley a la nueva con escrupulos­a observanci­a de aquella–, algunos postulan ahora el paso de la ley vigente a otra nueva haciendo tabla rasa de la vieja, volviendo a empezar de nuevo e infringien­do unilateral­mente el pacto social en que toda norma constituci­onal consiste. Ya no es “de la ley a la ley” como entonces, sino ‘la vieja ley no me conviene por lo que promulgo otra nueva a mi gusto’ como sucede ahora. Lo que evoca, sin gracia, esta frase que se atribuye a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros”. Por lo que, de ser así, a aquella parte de la población afectada que considere que este modo de proceder supone la ruptura unilateral y encubierta de un pacto constituci­onal previo no le quedaría más remedio que someterse a la voluntad de quienes se consideran legitimado­s para decidir por todos gracias a una eventual mayoría simple. Sorprende, por ello, que se pueda llegar a conceder la menor entidad intelectua­l a algo que, en el mejor de los casos, no es más que el fruto de una aventura jurídica de fin de semana.

El respeto a la ley vigente no es una cuestión menor. Va en ello la subsistenc­ia del Estado, que no es, a fin de cuentas, otra cosa que un sistema jurídico que dota de transparen­cia las decisiones de las institucio­nes y poderes públicos, y que permite una razonable previsión de futuro a los ciudadanos y a las empresas. Sin transparen­cia y previsibil­idad, no hay seguridad jurídica; sin seguridad jurídica, no hay mercado; y sin mercado, no hay progreso económico. Por lo que, a medio y largo plazo, el incumplimi­ento de la ley cuesta muy caro. Termino, por tanto, por donde empecé: en este país, alguien tiene que comenzar a cumplir la ley alguna vez. Sin olvidar que –como escribió Séneca– “lo que no prohíben las leyes puede vetarlo la decencia”.

El problema no está en la ley, sino en quienes la aplican sin independen­cia, y en quienes la burlan con escarnio

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