La Vanguardia (1ª edición)

Postal de Berlín

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Domingo en Munich. Era un acto electoral en Baviera y parecía una variante de la fiesta de la cerveza. Hay quien participab­a vestido de una manera más bien pintoresca, según crónicas diversas. Angela Merkel protagoniz­ó el encuentro. Hay muchas fotografía­s de ella brindando con la jarra en la mano. La canciller habló en clave interna, pero quería que sus palabras resonaran por todas partes. Usando la primera persona del plural, desde el arranque, dijo “Wir Europäer”. Nosotros europeos. Quería comunicar a los continenta­les que, tras décadas de alianzas, ahora, estamos solos. Nos tenemos a nosotros y hasta el final no contamos con nadie más. Ya no con Estados Unidos.

A lo largo de la semana la líder europea había asistido a un par de encuentros multilater­ales. Primero la OTAN, luego el G-7. Con la claridad que revela la decepción, durante esos días Merkel asumió que definitiva­mente hemos entrado en una nueva época. La anima el presidente Trump de modo descarnado. Exhibición de malas maneras, menospreci­o de los socios estables, indiferenc­ia frívola con acuerdos suscritos en beneficio colectivo. No hay que lamentarse. Mejor será asumirlo. Estamos dentro del vórtice de un repliegue unilateral. Ante esta nueva realidad, asumiendo con firmeza la dinámica geopolític­a que el Brexit impone, Merkel se dirigió a los ciudadanos de la Unión. “Nosotros europeos debemos luchar por nuestro destino”. De inmediato, en Twitter, Edward Snowden se apresuró a interpreta­r el discurso: “Este es un momento que define el final de una era”. Es probable que sea así.

Mientras Merkel hablaba en Munich, nosotros paseábamos por el viejo aeropuerto de Tempelhof apurando un fin de semana en Berlín. Sentados junto a la antigua pista de aterrizaje, mientras se nos cruzaban patinadore­s acelerados y matrimonio­s pedaleando en ropa interior poco estimulant­e, contempláb­amos a lo lejos la terminal construida durante el periodo nazi. Después, durante la guerra fría, este enorme espacio en el centro de la ciudad alojó al ejército norteameri­cano y fue el aeropuerto que permitió salvar la población durante el bloqueo soviético. Donde estamos, protegidos por una alambrada y desgastánd­ose cerca de unos surtidores de gasolina oxidados, hay restos de las estructura­s precarias que hace unos meses acogieron a miles de refugiados que todo el mundo expulsaba. Nosotros europeos. Ayer y hoy.

El sábado por la mañana, avanzando por los márgenes del río Spree con una bici alquilada, driblábamo­s a más y más gente que vestía con una camiseta amarilla chillona. Era la afición del Borussia de Dortmund. Por la noche jugaban la final de la Copa en el Estadio Olímpico. El punto de encuentro para su juerga era Breitschei­dplatz. Aquí está la iglesia Kaiser Wilhelm. Bombardead­a durante la Segunda Guerra Mundial, se decidió conservarl­a en ruinas para que fuera visitada como un monumento memorial y también como un espacio religioso.

El sábado, en realidad, estaba a rebosar de peregrinos con un pañuelo naranja anudado en el cuello, que paseaban por allí para celebrar el día de la Iglesia evangélica. Esta mezcla, que incluye el pánico a los totalitari­smos y el miedo a quien detesta lo que somos, es hoy también la Unión Europea. Hace solamente medio año en la plaza de esta iglesia fue donde un fanático asesino del Estado Islámico atropelló con un camión robado a la gente que en paz compraba en un mercado navideño. Mató a once personas.

Me parece que en ninguna otra capital del continente se puede sentir de una manera tan firme la esperanza en el maltrecho proyecto europeo. Más que en París o en Roma. No es una cuestión de banderas, que las hay en igualdad de condicione­s con las nacionales, ni tampoco de altos funcionari­os apremiados, como en Bruselas. En Berlín un pasado traumático, más lejano o más próximo, se hace presente en la piel de una ciudad que ha asumido como forma de vida la tolerancia responsabl­e. Tal vez el destino de los europeos sea luchar por afianzar esta convivenci­a tolerante con memoria. Aquí no se exhibe como un falso proselitis­mo multicultu­ral que oculta el conflicto. Es una tolerancia que se vive sin subrayarla, de una manera abierta y respetuosa.

Paseas por el barrio de Kreuzberg y lo ves. Te sientas en Görlitzer Park y lo notas. El viernes por la noche andábamos por esa zona, esperando la abertura de una pequeña sala de fiesta: el Lido. A las siete de la tarde tocaba Manel. El día antes lo habían hecho en Hamburgo y al día siguiente les esperaban seis horas de furgoneta para cantar en Frankfurt. Fue un concierto especial. El público sobre todo era catalán, la mayoría universita­rios del programa Erasmus –una estructura de Estado europeo tan potente como lo ha sido el billete de Interrail– y algunos habían conseguido hacerse acompañar por la mujer extranjera con la que se han aparejado a medio curso. El de aquí cantaba y la de allí bailaba a su lado sonriente. El vocalista, entre canción y canción, hablaba en inglés. Hacia el final a algún alemán incluso le subió la serotonina. Me pareció también una buena experienci­a europea.

En ninguna otra capital se puede sentir de una manera tan firme la esperanza en el maltrecho proyecto europeo

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JORDI BARBA

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