La Vanguardia (1ª edición)

Matar a la muerte

- Llucia Ramis

Dejó de fumar a los noventa y cuatro años por culpa de una neumonía. Luego tuvo otra. Y creo que entonces, por primera vez en su vida, se le ocurrió que era mortal. Lo de morirse era ajeno a ella; a un lustro de ser centenaria, nunca le había ocurrido. Así, experiment­ó la típica angustia existencia­l adolescent­e a una edad que es a la vez privilegia­da e irreversib­le, y en la que no le servía el consuelo de que faltaba mucho para eso.

Después se le olvidó. No por demencia, sino por superviven­cia. Su sabiduría es práctica. De ella he heredado el descaro de no morderme la lengua, y aún me repite que, si quiero casarme, tendré que hacerme pasar por tonta. “I aquest ens agrada o no ens agrada?”, pregunta de todos mis novios, a veces con ellos delante. Cuando contesto que claro que sí, añade: “Per quant de temps?”. Respondo: “Lo que duri, abuela!”.

Porque, a diferencia de ella, soy demasiado consciente de la finitud. Lo soy desde pequeña, exceso de imaginació­n y egocentris­mo. Me daba miedo ir a Madrid por si los coches explotaban a mi paso, lo había visto en las noticias. Y también había visto el Challenger estallando en el aire, y a una niña colombiana tres días atrapada en el fango. Lejos de lo que pasa en los cuentos de hadas, su final no fue feliz.

Ahora, en internet, la tragedia se intercala con chistes, casos de corrupción y el último partido del Barça. Nuestras emociones se vuelven locas, saltando del horror a la euforia en segundos. Para protegerse, la mente interpreta que lo que aparece en la pantalla es un videojuego. El problema es que todos estamos ahí; nuestras fotos y ocurrencia­s llenan las redes sociales. En los videojuego­s la muerte no existe, sólo es un Game Over. En las películas tampoco, es una recreación. Y así, cada vez más, creemos que inmortaliz­arnos nos vuelve inmortales. Algunos se hacen

selfies arriesgada­s. Estamos matando a la muerte. La ocultamos, como si nos avergonzar­a. Nunca hablamos de ella, si no en plan escabroso. No es una posibilida­d, mucho menos la única certeza. Joan Carles Trallero recuerda en

Destellos de luz en el camino (Libros de Vanguardia) que los profesiona­les están preparados para aplazarla, pero no para admitir que gana siempre. Si la ciencia lograra derrotarla, apunta Yuval Noah Harari en Homo Deus, temeríamos incluso salir a la calle. Porque entonces no pondríamos en juego nuestra existencia: en caso de accidente, con cada uno se acabaría la eternidad.

Aceptar que tu vida es tan provisiona­l como tu pareja, los trabajos de freelance o tu piso de alquiler angustia al principio, pero acaba siendo liberador. Total, sólo hay una manera de controlar eso y es precipitan­do justo lo que quieres evitar. A mí me gustaría vivir ciento veinte años. Y tanto si es entonces como si el destino tiene otros planes, poder decir en cualquier caso: me lo he pasado de puta madre.

Soy demasiado consciente de la finitud; lo soy desde pequeña, exceso de imaginació­n y egocentris­mo

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