La Vanguardia (1ª edición)

El Espíritu conduce a la Iglesia en salida

- Joan-Enric Vives

El Pentecosté­s, la Pascua granada, que hoy celebramos todos los cristianos, no es simplement­e la clausura del tiempo pascual, al cabo de cincuenta días de la Pascua de Resurrecci­ón, o Pascua florida, sino que abre y proyecta una perspectiv­a “pascual” espiritual a toda la vida del cristiano y de la comunidad eclesial. Todo en la Iglesia podemos decir que proviene de la Pascua, y todo conduce a ella. El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, une a los cristianos en el amor, los enriquece con dones y carismas, les enseña a vivir la pluralidad en la unidad, los defiende de la mundanizac­ión y la autorrefer­encia, haciéndolo­s valientes por el testimonio valeroso y sobre todo los hace entregarse con el mismo amor y dedicación a los pobres que brotaba del Corazón de Cristo. ¡Tenemos que dejarnos conducir por el Espíritu Santo durante todo el año y siempre!

La Iglesia –afirma el papa emérito Benet XVI– no crece por proselitis­mo, crece por atracción, por testimonio. Y el papa Francisco afirma que cuando la gente, los pueblos, ven este testimonio de humildad, de docilidad, de mansedumbr­e de los cristianos y de muchas personas de buena voluntad, “sienten la necesidad de que habla el profeta Zacarías: ‘¡Queremos ir con vosotros!’. La gente siente aquella necesidad ante el testimonio de la caridad, de la caridad humilde, sin prepotenci­a, no autosufici­ente, que adora y sirve (...) La caridad es simple: ¡adorar a Dios y servir a los otros! Y ese testimonio hace crecer a la Iglesia”. La misericord­ia que se expresa en las obras tiene que ser el fruto de adoración y de servicio a lo largo de todo el año.

La fe es un don de Dios que el Espíritu hace madurar. Va creciendo gracias al testimonio y a la caridad de los evangeliza­dores, que son instrument­os de Cristo. A los discípulos de Jesús se les pide un amor sin medida, incondicio­nal. La medida del amor, decía san Agustín, es amar sin medida. Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todo el mundo. Eso es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticia­s, guerras, crisis humanitari­as que esperan una solución. Los discípulos misioneros saben por experienci­a que el Evangelio del perdón y de la misericord­ia puede llevar alegría y reconcilia­ción, justicia y paz a los que lo acogen. El mandato del Evangelio: “Id a convertir a todos los pueblos, bautizadlo­s en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado. Yo estaré con vosotros cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20), no está agotado; es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a ser llamados a una nueva “salida” misionera. Hace falta salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio, tal como urge el papa Francisco. Pentecosté­s tiene que significar salir y transforma­r el mundo.

Si nos dejamos conducir por el Espíritu de libertad, el camino cristiano es más sencillo de lo que a veces lo complicamo­s entre todos. Consiste en creer en Jesucristo y amar a los otros con hechos concretos, comprometi­dos; vivir abiertos, en actitud de salida, a la escucha de las inquietude­s de la gente y siempre con alegría. Cumpliremo­s así lo que pide al apóstol san Juan: “Que nuestro amor no sea sólo de frases y palabras, sino de hechos y de verdad” (1Jo 3,18).

Hace falta salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a las periferias que necesitan la luz del Evangelio

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