El Espíritu conduce a la Iglesia en salida
El Pentecostés, la Pascua granada, que hoy celebramos todos los cristianos, no es simplemente la clausura del tiempo pascual, al cabo de cincuenta días de la Pascua de Resurrección, o Pascua florida, sino que abre y proyecta una perspectiva “pascual” espiritual a toda la vida del cristiano y de la comunidad eclesial. Todo en la Iglesia podemos decir que proviene de la Pascua, y todo conduce a ella. El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, une a los cristianos en el amor, los enriquece con dones y carismas, les enseña a vivir la pluralidad en la unidad, los defiende de la mundanización y la autorreferencia, haciéndolos valientes por el testimonio valeroso y sobre todo los hace entregarse con el mismo amor y dedicación a los pobres que brotaba del Corazón de Cristo. ¡Tenemos que dejarnos conducir por el Espíritu Santo durante todo el año y siempre!
La Iglesia –afirma el papa emérito Benet XVI– no crece por proselitismo, crece por atracción, por testimonio. Y el papa Francisco afirma que cuando la gente, los pueblos, ven este testimonio de humildad, de docilidad, de mansedumbre de los cristianos y de muchas personas de buena voluntad, “sienten la necesidad de que habla el profeta Zacarías: ‘¡Queremos ir con vosotros!’. La gente siente aquella necesidad ante el testimonio de la caridad, de la caridad humilde, sin prepotencia, no autosuficiente, que adora y sirve (...) La caridad es simple: ¡adorar a Dios y servir a los otros! Y ese testimonio hace crecer a la Iglesia”. La misericordia que se expresa en las obras tiene que ser el fruto de adoración y de servicio a lo largo de todo el año.
La fe es un don de Dios que el Espíritu hace madurar. Va creciendo gracias al testimonio y a la caridad de los evangelizadores, que son instrumentos de Cristo. A los discípulos de Jesús se les pide un amor sin medida, incondicional. La medida del amor, decía san Agustín, es amar sin medida. Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todo el mundo. Eso es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los discípulos misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede llevar alegría y reconciliación, justicia y paz a los que lo acogen. El mandato del Evangelio: “Id a convertir a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado. Yo estaré con vosotros cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20), no está agotado; es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a ser llamados a una nueva “salida” misionera. Hace falta salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio, tal como urge el papa Francisco. Pentecostés tiene que significar salir y transformar el mundo.
Si nos dejamos conducir por el Espíritu de libertad, el camino cristiano es más sencillo de lo que a veces lo complicamos entre todos. Consiste en creer en Jesucristo y amar a los otros con hechos concretos, comprometidos; vivir abiertos, en actitud de salida, a la escucha de las inquietudes de la gente y siempre con alegría. Cumpliremos así lo que pide al apóstol san Juan: “Que nuestro amor no sea sólo de frases y palabras, sino de hechos y de verdad” (1Jo 3,18).
Hace falta salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a las periferias que necesitan la luz del Evangelio