La Vanguardia (1ª edición)

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La nueva carta de derechos que Theresa May ofrece a los europeos residentes en las islas, y los múltiples apoyos para instalar en Barcelona la Agencia Europea del Medicament­o.

LA Unión Europea tardó ayer muy poco en dar su respuesta a la propuesta de Londres sobre el futuro de los ciudadanos de los 27 con residencia en las islas: insuficien­te. Los planes presentado­s por la primera ministra, Theresa May, ante el Parlamento británico y detallados en paralelo en un documento del Gobierno tenían por objetivo rebajar la ansiedad de los ciudadanos afectados –en ambas direccione­s– y dejar muy claro que ningún europeo que resida legalmente en el Reino Unido deberá marcharse una vez termine el plazo acordado para el Brexit (marzo del 2019). ¿Pero podrá quedarse sin perder derechos que ahora tiene?

La reacción europea al primer capítulo del Brexit sugiere que Bruselas no tiene prisa ni parece dispuesta a fiarse de promesas, buenos deseos y grandes principios británicos sin antes leer la letra pequeña. La UE no está obligada a pactar apresurada­mente un asunto tan capital como la situación y derechos de los ciudadanos, de especial relieve en las relaciones con España (309.000 británicos residen en nuestro país y 125.000 españoles en el Reino Unido). El ritmo tiene su lógica negociador­a y psicológic­a. Acusada a menudo de dar la espalda a los ciudadanos y de vivir en una burbuja entre burocrátic­a e irreal, la Unión Europea quiere demostrar que su prioridad es salvaguard­ar los derechos de las personas. Antes de abordar el asunto que más preocupa al Gobierno de May, las nuevas reglas de las relaciones comerciale­s, Bruselas quiere garantizar que sus residentes no se convertirá­n bajo ningún concepto en ciudadanos de segunda. Y mucho menos de tercera.

La oferta de Theresa May no es tan generosa como lo son sus palabras: “Queremos que os quedéis”, en alusión a los 3,2 millones de europeos que residen legalmente en el Reino Unido. Quienes tengan cinco años de residencia estarán obligados a obtener un documento nacional de identidad, una primera discrimina­ción que algunos considerar­án simbólica pero que no lo es tanto (los británicos no lo necesitan). Tampoco queda claro que la reunificac­ión familiar vaya a estar tan garantizad­a como prometió ayer Theresa May: se exigirá a los europeos –como ya se hace con los propios británicos– unos ingresos anuales mínimos de 21.200 euros. Otro cambio a peor...

Hay también otro punto de fricción en el que las posiciones negociador­as están muy alejadas, algo hasta cierto punto inevitable porque uno de los señuelos del Brexit era restituir a la justicia británica todas las competenci­as. Londres mantiene que en caso de eventuales disputas sean los tribunales del Reino Unido y no los europeos –como exige Bruselas– los competente­s.

“Son necesarias más ambición, claridad y garantías que las de la propuesta británica”, replicó el máximo negociador de la UE, el experiment­ado Michel Barnier. No sería de extrañar que, del plazo acordado de dos años para culminar el divorcio, este año y parte del próximo transcurra­n a ritmo lento y sin grandes progresos para acelerarse de forma vertiginos­a a finales del plazo. Forma parte de la cultura de la UE en cuestión de negociacio­nes y permitiría a las dos partes presumir de firmeza ante sus respectivo­s electorado­s.

Para Theresa May, la negociació­n del Brexit es clave de cara a apuntalar su frágil liderazgo y ganar estatura política (ayer precisamen­te cerró el apoyo de los ultraconse­rvadores norirlande­ses). Otro factor imprevisib­le en la negociació­n recién iniciada.

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