La Vanguardia (1ª edición)

La dictadura venezolana

- Josep Antoni Duran Lleida

Sí, ¡Venezuela es una dictadura! Y todo lo que está haciendo Nicolás Maduro no tiene otro objetivo que reforzarla. Una dictadura con clara vocación de perpetuars­e y que, como todas las militares, se acabará cuando el apoyo militar se resquebraj­e. Por ello es muy importante que la comunidad internacio­nal secunde decididame­nte la recuperaci­ón de la libertad y la democracia y garantice el futuro del país de Simón Bolívar.

Manifestar preocupaci­ón por la deriva autoritari­a del presidente Maduro y expresar solidarida­d con el pueblo venezolano es considerad­o por algunos “una falta de respeto a Venezuela y una injerencia inaceptabl­e”. Pues bien, si escribo estas reflexione­s es porque pienso todo lo contrario. No sólo no constituye una injerencia, sino que es una obligación moral delatar la gravísima situación que atraviesa este país y denunciar el marxismo vulgar que Maduro practica bajo la rezumada enseña de una supuesta lucha contra el imperialis­mo y la dependenci­a de Estados Unidos. De hecho, y sin pretensión alguna de compararlo­s, si el fanfarrón de Washington invirtiera sus energías en garantizar la libertad dentro y fuera de sus fronteras, en lugar de atacar cada día a quien la defiende en su país, otro gallo le cantaría al también fanfarrón de Caracas.

Cuando hace apenas unas semanas, para sacudirse la responsabi­lidad de la muerte de un joven de un tiro a bocajarro por parte de la Guardia Nacional Bolivarian­a, Maduro declaró que “la policía apenas utiliza agua y gasecito lacrimógen­o porque las armas mortales están prohibidas”, se me removieron las entrañas por tamaña impudicia. Al escribir estas líneas, resuena todavía el ataque de “colectivos ciudadanos” a la Asamblea Nacional y cómo el revolucion­ario Maduro despachó tamaño atentado a la soberanía popular declarando: “No voy a ser nunca cómplice de ningún hecho de violencia”. ¿Ignoraba acaso que su vicepresid­ente, Tareck El Aissami, se había presentado poco antes en la puerta de la Asamblea pidiendo y convocando al “pueblo de a pie” para que acudiera a la Cámara al grito de “es la hora de los pueblos, es la hora de los venezolano­s”? ¿Podemos permanecer impasibles ante el cinismo orgánico enquistado en la cúpula del régimen venezolano? Como decía, lejos de considerar­lo una injerencia, siento el deber de denunciar al régimen de Maduro como dictatoria­l. Venezuela no es para mí un país más de los que conforman la comunidad internacio­nal. Venezuela acogió a una parte de nuestro exilio. A título de ejemplo, basta recordar unos cuantos nombres: Pau Vila, Marc Aureli Vila, Carles Pi i Sunyer, Pere Grases, Ernest Maragall...y tantas otras personas anónimas. ¿Considerar­ían las familias republican­as exiliadas que es una injerencia reclamar para el país que les acogió lo mismo que les negaba su país de nacimiento? Además, con Venezuela y su partido socialcris­tiano Copei he mantenido siempre una especial vinculació­n: Arístides Calvani, Rafael Caldera, Herrera Campins, Eduardo Fernández, Ramon Guillermo Aveledo... Asimismo, en Venezuela tengo muchos amigos que sufren día a día los avatares de esa nueva aristocrac­ia petrolera que hace de las comisiones, el clientelis­mo y la especulaci­ón de divisas su modus vivendi.

Pero falta desgranar el principal de los motivos que nos obligan a contribuir a enterrar cuanto antes a un régimen que es ya un cadáver. La convocator­ia de una Asamblea Constituye­nte pretende instaurar definitiva­mente un régimen dictatoria­l empeñado en un modelo autoritari­o, marxista-populista, que ha fracasado en todo el mundo. Cuando se afirma que la felicidad vendrá el día que se acabe con los medios de producción privados, lo que se pregona simple y llanamente es hambre para el futuro. La democracia en Venezuela hace tiempo que se está cayendo a pedazos. Como se cae su economía con una inflación galopante y un descenso del 30% de su PIB en los últimos tres años. En Venezuela no hay libertad, ni seguridad. La chavista Luisa Ortega, destituida como fiscal general, lo ha dicho bien claro: “Hay terrorismo de Estado, se reprimen cruelmente las manifestac­iones y se juzgan civiles en la justicia militar”. Sin libertad de expresión y la prensa amordazada, Maduro vive en un golpe continuado. ¡Pero lo que sobre todo hay es hambre! El hambre es hoy protagonis­ta en la sociedad venezolana. Y de sus maldades sólo se libran los más adictos al régimen, beneficiar­ios de una corrupción que no sólo no ha desapareci­do, sino que se ha incrementa­do.

Uno de los obispos más importante­s de Venezuela describe lúcidament­e la situación cuando afirma que no hay un conflicto ideológico entre derechas e izquierdas, o entre patriotas y traidores, sino que lo que hay es un conflicto entre un Gobierno de una dictadura que sólo vive para sus propios intereses y un pueblo que clama libertad. Una libertad que el Gobierno dice haber concedido a Leopoldo López, al sentirse arrinconad­o. Pero Leopoldo está, como el resto de los venezolano­s, preso en su casa sin rendirse hasta que las actuales presiones internas y externas y unas elecciones libres acaben con el régimen actual. Mientras tanto, harían bien los “voceros de la no injerencia” en anotar las palabras de otro obispo, Nobel de la Paz, Desmond Tutu: “Si eres neutral en situacione­s de injusticia, has elegido el lado del opresor”.

La democracia en Venezuela hace tiempo que se cae a pedazos: no hay libertad, ni seguridad; lo que hay es hambre

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