Ollanta Humala
EXPRESIDENTE DE PERÚ
Humala y su esposa, Nadine Heredia, duermen en el calabozo después de que un juez decretara 18 meses de prisión preventiva. Les acusa de lavado de activos y asociación ilícita por recibir fondos de empresas extranjeras para sus campañas.
La vida de Liu Xiaobo cambió por completo el 4 de junio de 1989. El ejército chino masacró ese día a los estudiantes que ocupaban la plaza de Tiananmen en el centro de Pekín. Xiaobo, un intelectual, profesor en la Universidad Normal, había negociado una evacuación pacífica de los jóvenes demócratas que, sin embargo, no llegó a producirse. Todavía hoy no sabemos cuánta gente murió aquella madrugada. Liu perdió su trabajo y no volvió a publicar en China. Fue encarcelado, liberado y vuelto a encarcelar. Sus ideas no cambiaron. Era un Nelson Mandela, defensor de la libertad y la igualdad, el peor enemigo al que podía enfrentarse el Partido Comunista Chino.
Veinte años después de Tiananmen fue condenado a once años de prisión por “incitar a la subversión”. Había publicado Carta 08, un documento que defendía una Constitución basada “en los valores universales compartidos por toda la humanidad”.
Su muerte hace tres días en un hospital de Shenyang demuestra hasta qué punto han retrocedido los derechos humanos en las agendas diplomáticas de los países occidentales, empezando por Estados Unidos. Para Donald Trump y otros dirigentes, los intereses económicos y la seguridad están por encima de los valores que Liu defendía: democracia y libertad, Estado de Derecho, elecciones libres, igualdad y libertad de expresión.
Abogar por estos principios “crea obstáculos” en la promoción de los intereses de EE.UU., ha comentado Rex Tillerson al personal del Departamento de Estado que dirige.
Algunos califican de pragmática esta diplomacia “de lo posible” y que consiste en avanzar en los intereses comunes, orillar las diferencias y ceder, en el caso de Liu Xiaobo, al chantaje económico y político de una China cada día más represora y autoritaria pero también más necesaria en la gobernanza mundial.
Liu ganó el Nobel de la Paz en el 2010, un regalo que Noruega pagó con represalias financieras, la exigencia de visados para los ciudadanos noruegos que quisieran visitar China.
El jueves, al conocer la noticia del fallecimiento de Liu a los 61 años, víctima de un cáncer de hígado diagnosticado el pasado mayo, António Guterres, secretario general de la ONU, comentó, a través de un portavoz, que estaba muy triste, sin querer añadir nada más sobre su detención, sobre la negativa de Pekín a que fuera tratado en otro país, al silencio de las mismas autoridades sobre la suerte de Liu Xia, la esposa de Liu, en arresto domiciliario desde el 2010 a pesar de que no está acusada de nada. Será que China ha aumentado su contribución al presupuesto de la ONU y envía más cascos azules a las misiones de paz.
Liu Xiaobo era un hombre corriente que trascendió el miedo, un intelectual que rechazaba la violencia y no la temía. La última vez que habló en público fue durante el juicio del 2009. Durante su alegato final comentó con ironía que la justicia que iba a condenarlo le permitiera romper el silencio que el Estado le había impuesto. Llevaba la declaración escrita y el párrafo más significativo dice así: “El odio puede destruir la inteligencia y la convivencia de una persona. La mentalidad del enemigo contamina el espíritu de una nación, incita a luchas crueles y mortales, destruye la tolerancia y la humanidad de una sociedad. Es por eso que espero trascender mis propias experiencias mientras observo el desarrollo y el cambio social de nuestra nación, es por eso que espero responder a la hostilidad del régimen con la máxima buena voluntad y enfrentarme al odio con amor”.
Las verdades son así de simples, incluso cursis y temerarias. “No tengo enemigos y tampoco odio”, añadió Liu en el mismo discurso. Quería luchar por la libertad pero “con optimismo” y sin violencia. Con estas ideas era insobornable, un rival temible para una China que, a pesar de su poderío económico y militar, le temía tanto que no le permitió morir libre. Hasta el más confiado de los tiranos sabe lo que Solzhenitsin nos dijo un día desde el gulag soviético, que un grano de verdad pesa más que todo el mundo.
Los tiranos gozan de buena salud. Están en auge, igual que los gobiernos despóticos y neofascistas, los líderes que han descubierto las mieles del autoritarismo. Donald Trump les abre las puertas de la Casa Blanca. A Al Sisi le dice que está haciendo un gran trabajo en Egipto, a pesar de que ha matado a miles de personas y encarcelado a decenas de miles. Algo parecido le dice a Duterte, que ejecuta a los drogadictos filipinos en plena calle, sin que siquiera lleguen a ser detenidos. Agasaja a Xi Jinping en Mar-a-Lago y dice que es un gran hombre a pesar de que la represión interna se ha disparado en China. Felicita a Erdogan por su triunfo en un referéndum que deteriora la democracia en Turquía. Confiesa que es un gran honor estrechar la mano de Putin, mientras a los jerarcas árabes, los mismos que torturan a poetas y blogueros al tiempo que financian al Estado Islámico, les dice que no quiere darles lecciones, que es mejor hablar de negocios, del comercio de armas e hidrocarburos.
Hay muchos presos de conciencia en cárceles de medio mundo, gente desconocida, harta de tiranías, con la vida en el alero, disidentes para los que Liu, en la última nota que logró sacar de prisión, pidió un trato favorable, un reconocimiento internacional como el que él había tenido. Son personas que defienden el bien con la radicalidad del más inocente de los poemas.
La muerte de Liu Xiaobo demuestra hasta qué punto los derechos humanos han perdido peso diplomático