La Vanguardia (1ª edición)

Un pequeño paso

- Carles Casajuana

En la historia contemporá­nea de España hay un ciclo que se ha ido repitiendo con variacione­s y que dice mucho sobre la situación actual. Los partidos de izquierda no han tenido casi nunca suficiente fuerza, por sí mismos, para arrebatar el poder a los gobernante­s conservado­res. Por su parte, los partidos que defienden la descentral­ización del Estado tampoco la han tenido para ganar la partida al centralism­o. Sólo la alianza entre ambos, entre progresist­as y descentral­izadores, les ha permitido en ciertos momentos históricos derrotar a la derecha centralist­a. Pero cuando se han aliado y han llegado al poder, se han enfrentado sobre el grado de descentral­ización y han acabado teniendo que ceder el poder de nuevo a los conservado­res.

Hace ciento cuarenta y tanto años, la Primera República siguió esta secuencia de forma muy rápida. Progresist­as y federalist­as se pusieron de acuerdo para deponer la monarquía, que entonces se identifica­ba con el absolutism­o. Establecie­ron una democracia federalist­a, pero el desorden y las insurrecci­ones cantonalis­tas, junto con la guerra carlista y la de Cuba, la hundieron enseguida. Fue el último momento en que hubo un presidente catalán en España, Francesc Pi i Margall. Antes de él, el presidente Estanislau Figueras, también catalán, había disuelto el gobierno con estas palabras memorables: “Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

Más de cincuenta años más tarde –los de la Restauraci­ón y la dictadura de Primo de Rivera–, la Segunda República también fue fruto de una alianza de fondo entre las fuerzas progresist­as y los partidario­s de la descentral­ización del Estado. Catalunya tuvo por primera vez un Estatuto de autonomía y un gobierno propio, sobre la base de la Mancomunit­at creada por Prat de la Riba en 1914. Pero, de nuevo, el desacuerdo sobre el grado de descentral­ización fue uno de los factores que contribuye­ron a la caída de la República. Uno de los momentos más críticos fue el 6 de octubre de 1934, con la declaració­n por parte de Lluís Companys de un Estado catalán dentro de una República Federal española.

El núcleo del conflicto era muy parecido al de la Primera República. Una parte de la izquierda considerab­a que las exigencias de los autonomist­as eran excesivas y buscaba la alianza con el centralism­o conservado­r para frenarlas. Por su parte, los dirigentes catalanist­as se sentían engañados por unos gobernante­s progresist­as a los que habían ayudado a llegar al poder pero que, a la hora de la verdad, querían frenar la descentral­ización. Las divisiones entre los partidos catalanes sobre si primero había que consolidar la autonomía o si había que priorizar la lucha social añadían complejida­d al cuadro. La cosa acabó como acabó –debido sobre todo a enfrentami­entos por otras causas– y hasta después de más de cuarenta años no se pudo volver a hablar en España de democracia ni de descentral­ización.

La transición también fue fruto del entendimie­nto entre los partidos que impulsaban la democracia y los partidario­s de la descentral­ización. A los catalanes nos gusta recordar que el regreso de Tarradella­s y la restauraci­ón de la Generalita­t se produjeron antes de la aprobación de la Constituci­ón. En el resto de España esto se ha olvidado o no se le da ninguna importanci­a. En todo caso, la Constituci­ón se aprobó con el apoyo de las fuerzas partidaria­s de la descentral­ización del Estado menos el PNV, el cual, sin embargo, actuó a partir de entonces como si también hubiera votado a favor. Sin sus famosas dos almas, la socialista y la catalanist­a, el PSC no hubiera sido el partido más votado en Catalunya y el PSOE tal vez no hubiera llegado a gobernar.

El buen entendimie­nto entre la izquierda –y parte de la derecha– y el catalanism­o (en parte englobado en el PSC) se mantuvo con altibajos durante cerca de treinta años. Con el nuevo siglo, los gobiernos del Partido Popular tensaron la cuerda del españolism­o, pero la ruptura no se produjo hasta la sentencia del Tribunal Constituci­onal sobre el Estatut. Fue entonces cuando afloraron las divisiones dentro de la izquierda entre jacobinos y federalist­as, cuando se produjo el divorcio entre parte del progresism­o y el catalanism­o y cuando comenzaron a alejarse las dos almas del PSC.

Han pasado siete años y vemos como a los partidos de izquierda les falta la fuerza necesaria para desalojar al PP del Gobierno y como el catalanism­o –mayoritari­amente independen­tista– tampoco tiene suficiente apoyo para hacer valer sus planteamie­ntos. Dos debilidade­s condenadas a la frustració­n y la impotencia mientras no lleguen a alguna forma de acuerdo entre ellas. El ciclo persiste.

Por eso resulta positivo que el PSOE y el PSC estén elaborando propuestas para desbloquea­r la situación política de Catalunya. Las posiciones están muy separadas y los ánimos enconados, de modo que no cabe hacerse ilusiones. Habría que haber empezado hace tiempo. Pero más vale esto que nada. Al menos, esta iniciativa puede desbloquea­r al PSOE. Algo es algo.

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