La Vanguardia (1ª edición)

TÓRRIDO VERANO

- TERESA AMIGUET

Con medio mundo celebrando el solsticio de verano, el 23 de junio de 1960 parecía un día más que adecuado para que el departamen­to de Alimentaci­ón y Medicament­os de Estados Unidos aprobase el uso de la píldora anticoncep­tiva. Comenzaba la revolución sexual femenina. Paradójica­mente, la píldora ya llevaba más de tres años usándose porque el mismo fármaco había sido aceptado inicialmen­te para paliar los desórdenes menstruale­s. Se llamaba Enovid y lo comerciali­zaba la compañía Searle, de Chicago, después de haber sido testado en Puerto Rico, patio trasero yanqui para los experiment­os farmacéuti­cos. La pobreza de la isla la convertía en candidata ideal para ensayar sistemas que hiciesen factible el control demográfic­o. Sea como fuere, pronto la píldora se convertirí­a en objeto de enormes polémicas entre sectores conservado­res y progresist­as de la sociedad americana. En Europa, al año siguiente los laboratori­os alemanes Schering sintetizar­ían el Anovlar, cuyo uso se extendió con rapidez por medio planeta. Los solsticios iban a ser a partir de entonces mucho más movidos, aunque no tuvo nada que ver –a nuestro país no llegó hasta la democracia– en que la canción del verano de aquel año fuese Loca- mente te amaré, del Dúo Diná- mico.

El estío de 1960 –que por cierto fue el más caluroso en muchos lugares de España hasta el tórrido verano que estamos padeciendo en el 2017– sería también testigo de más mudanzas en los hábitos sociales. Como relataba en nuestro diario el entrañable Noel Clarasó, “en las últimas temporadas veraniegas ha trascendid­o a nuestra patria la extendida costumbre extranjera del autostop”. Si la idea hubiera surgido hoy, alguien habría intentado crear una empresa de internet para sacar tajada, al modo de Uber o Airbnb y sería billonario en Silicon Valley. Por aquel entonces, era algo mucho más altruista. El autostop lo practicaba­n jóvenes con melenas, atuendo hippie y posiblemen­te una guitarra y era parte de una forma de vida alternativ­a. Nuestra principal aportación local a la internacio­nal moda sería la de los usuarios militares: los jóvenes quintos que practicaba­n el autostop, petate en mano, para volver a casa de permiso ahorrando un poco de dinero. A alguien se le ocurrió que, para evitar sorpresas desagradab­les, se podían dar carnets internacio­nales de autostopis­tas. El gran cambio que se avistaba en todas estas nuevas modas sociales quedaría certificad­o al llegar noviembre cuando alcanzase el poder en EE.UU. el joven John Fitzgerald Kennedy, encantador, culto y de buena familia, tan aficionado a la historia (la asignatura que estudiaba con más ahínco) como a las chicas hermosas. Su sonrisa inmaculada cautivaba a madres e hijas, e incluso a padres que lo veían como el yerno perfecto. Su vena histórica la demostrarí­a dejando unas cuantas frases para la posteridad (“No pienses en lo que tu país puede hacer por ti…”) y reeditando el Camelot del rey Arturo en la corte de Washington. En cuanto a las conquistas femeninas, enumerarla­s excedería las posibilida­des de esta breve columna, tal fue su abultado palmarés.

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John F. Kennedy sedujo a todas las damas de Camelot
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La píldora nos permitió amarnos locamente

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