La Vanguardia (1ª edición)

Il Portavoce

- ARTURO SAN AGUSTÍN

En la basílica romana de Sant’Eugenio, minutos antes de que apareciera­n varios periodista­s y el cardenal Tarcisio Bertone, Rafael Navarro-Valls observaba el sobrio ataúd y pensaba que su hermano había sido una persona fuerte, valiente e inteligent­e. Tras la muerte de Joaquín Navarro-Valls, que siempre tuvo presente el amor a la libertad y el sentido del humor, me llamó la atención que un colega que publicó en su día determinad­os documentos que el Opus Dei negaba que existieran, reconocier­a que quien entonces era sólo portavoz del Opus Dei en Roma nunca le tuvo aquello en cuenta. Navarro-Valls, que era psiquiatra, periodista, numerario del Opus Dei y que, como Juan Pablo II, tuvo sus escarceos con el teatro, era simpático y elegante, eso que los italianos definen como l’uomo de la cravatta giusta. Además de saber posar cambió la manera de comunicar del Vaticano y escribió 600 folios en los que contó sus experienci­as como portavoz papal vividas junto a Juan Pablo II y Benedicto XVI, pero ese manuscrito, sin duda básico portavoz porque él sí lo fue: tenía hilo directo con el Apartament­o, que así se conocía entonces a la residencia privada del Papa. Hilo directo con Juan Pablo II, que muchas veces provocaba las inevitable­s tensiones con la Secretaría de Estado. Porque Navarro-Valls siempre fue valiente y, quizá, consecuent­e. La prueba es que cuando se anunció la canonizaci­ón de cierto español, la madre del portavoz papal quiso estar presente en la ceremonia celebrada en Roma. Navarro-Valls solicitó una invitación para su madre a un amigo laico que trabajaba en un dicasterio de la Curia romana. No quiso, pues, pedir ese favor a la Prefectura de la Casa Pontificia. Esas invitacion­es son siempre gratuitas.

Siempre quise saber de qué hablaron Juan Pablo II y Fidel Castro, pero Navarro-Valls se limitaba a sonreír. Simplement­e me dijo que Castro estaba muy interesado en el tema de la muerte. Y que lo primero que el cubano le preguntó a él fue cómo evitaban que el Papa fuera envenenado. Para aclarar definitiva­mente la muerte de aquel breve y sonriente Juan Pablo I, de quien se dijo que había sido

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Joaquín Navarro-Valls, recienteme­nte fallecido
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