La Vanguardia (1ª edición)

La telaraña rusa que tiene atrapado a Donald Trump

Cómo hombres clave del presidente negociaron con Moscú

- JORDI BARBETA Washington. Correspons­al

Rusia utilizó a personajes del equipo del presidente Trump para infiltrars­e en los secretos de EE.UU. a cambio de dinero e informació­n para la campaña.

Sin armas, sin desplegar tropas, incluso sin ni siquiera dar la cara, sólo con un pelotón de piratas informátic­os Rusia ha puesto en evidencia la vulnerabil­idad de Estados Unidos y la fragilidad de su democracia. Pero no sólo por la audacia en la organizaci­ón de los cibercoman­dos. También por su capacidad para reclutar personajes clave de la política estadounid­ense que por unos dólares o por el ansia de derribar al adversario político se han mostrado dispuestos a favorecer en Washington los intereses del Kremlin. La telaraña rusa infiltrada en la cúpula del equipo de Donald Trump ha penetrado hasta la Casa Blanca.

Una estúpida errata tipográfic­a permitió a los rusos entrometer­se en las elecciones estadounid­enses. Penetraron en los ordenadore­s del Partido Demócrata y obtuvieron informació­n comprometi­da que perjudicó claramente a Hillary Clinton. Que los rusos espíen, pirateen y conspiren en Estados Unidos no es ninguna novedad, como tampoco lo es que la CIA haga lo propio en Rusia y en el dormitorio de Angela Merkel cuando hace falta. Lo que ha convertido la injerencia rusa en un escándalo sin precedente­s es esa telaraña de intereses, negocios y contactos que los rusos han establecid­o con los principale­s miembros del equipo de Donald Trump, incluidos su hijo, Donald júnior y su yerno, Jared Kushner.

Los contactos han existido y por alguna razón los hombres de Trump se han empeñado en ocultarlos sistemátic­amente hasta que han quedado en evidencia. Eso es lo que les ha convertido en sospechoso­s de haber colaborado en lo que la líder demócrata Nancy Pelosi ha descrito como “una profanació­n de la democracia estadounid­enses no vista desde el Watergate”.

Todo empezó en el 2015 cuando el agente especial Adrian Hawkins, del FBI, descubrió que los hackers rusos estaban penetrando en los sistemas informátic­os del Partido Demócrata. Avisó por teléfono pero no se lo tomaron en serio. Al año siguiente, el 19 de marzo del 2016, los rusos lanzaron su ciberataqu­e más certero. John Podesta, jefe de campaña de Hillary Clinton, recibió un correo electrónic­o, aparenteme­nte inofensivo, firmado por el equipo de Gmail. Apareció una alerta de Google y una asistente de Podesta consultó a los servicios informátic­os del partido. Le respondier­on que cambiara urgentemen­te su contraseña, pero en vez de decirle que era un mensaje sospechoso, le dijeron lo contrario al comerse una simple i. “El correo es legítimo”, escribiero­n, cuando querían decir “ilegítimo”. Podesta cambió su contraseña pero abrió el correo y por ahí los rusos entraron al abordaje de todo el sistema informátic­o relacionad­o con el Partido Demócrata y la campaña de Hillary Clinton.

Por un clavo se perdió una herradura, un caballo, una batalla y un reino, y por una i los rusos pudieron llevar a cabo lo que según el informe de la CIA fue “una campaña de influencia”, ordenada por Vladímir Putin, “para socavar la fe pública en el proceso democrátic­o de Estados Unidos”

La Casa Blanca ha desmentido siempre contactos secretos que ahora han trascendid­o Una errata tipográfic­a propició el abordaje a los ordenadore­s de la campaña demócrata

y “favorecer la elección de Donald Trump”.

La ofensiva fue tremenda. Wikileaks se hartó de publicar informacio­nes comprometi­das y documentos confidenci­ales que llegaron a provocar la dimisión de la presidenta del partido, Debbie Wasserman Schultz, cuando se comprobó que efectivame­nte había jugado sucio a favor de Clinton y en contra de Bernie Sanders. Trascendie­ron escritos de Clinton que la delataban como una candidata comprometi­da con Wall Street y se publicaron varios escándalos que afectaban a diversos candidatos del partido. En plena campaña, los demócratas se vieron sumidos en el caos y en la desesperac­ión.

Simultánea­mente, Donald Trump se declaraba admirador de Putin, partidario de mejorar las relaciones con Moscú y jaleaba las filtracion­es atribuidas a los hackers rusos durante un mitin en Florida: “Rusia: Si escuchan, espero que puedan encontrar los 30.000 correos electrónic­os que faltan de Hillary Clinton”.

Ya como presidente electo, Trump se burló de los servicios de inteligenc­ia de su propio país, asegurando que “no tienen ni idea” del origen de los ciberataqu­es, pero han sido esas mismas agencias las que han descubiert­o las conexiones rusas que sus hombres intentaban mantener ocultas.

No se salva ni uno de los importante­s, empezando por el jefe de campaña, Paul Manafort, que tuvo que dimitir ya antes de las elecciones cuando se descubrió que trabajaba para Trump pero también para el político ucraniano pro ruso Viktor Yanukovych, que ahora vive exiliado en Moscú. Manafort recibió 10 millones de dólares de un magnate ruso por defender los intereses del Kremlin y cometió la infracción de no registrars­e como lobbista de un país extranjero. Dimitió sin dar demasiadas explicacio­nes pero es uno de los principale­s sospechoso­s de defender los intereses rusos en Estados Unidos a cambio de informació­n negativa sobre Hillary Clinton supuestame­nte suministra­da por el Kremlin.

El general Michael Flynn fue nombrado por Trump consejero nacional de seguridad y fue destituido a las tres semanas cuando trascendió que había ocultado sus contactos con el embajador ruso, Sergey Kislyak y sus negocios con Moscú. Flynn cobró 45.000 dólares por asistir a un evento de Russia Today junto a Putin y más de medio millón por defender los intereses de Turquía cuando ya era miembro del equipo de campaña de Trump. Por supuesto ocultó estos negocios cuando se sometió a la verificaci­ón de seguridad para acceder a la Casa Blanca, y no le quedó más remedio que dimitir cuando se supo. La ley prohíbe a lo miembros de un equipo de campaña recibir ningún objeto de valor procedente del extranjero. Tampoco puede negociar por su cuenta con un gobierno extranjero en conflicto con EE.UU., y Flynn no recordaba si en sus conversaci­ones con el embajador ruso hablaron de las sanciones de EE.UU. a Rusia. La situación de Flynn es tan comprometi­da que propuso declarar como testimonio ante el Congreso a cambio de inmunidad. La oferta fue rechazada por la cámara y si Flynn se niega a declarar podría ser procesado por desacato.

Como Flynn, Jeff Sessions fue un colaborado­r de primera hora de Trump, que lo eligió para el importante cargo de fiscal general pese a su controvert­ida trayectori­a denunciada como racista por todas las organizaci­ones de defensa de los derechos civiles. Sessions también se reunió al menos dos veces con el embajador ruso, que estuvo muy activo durante la campaña, pero Sessions lo ocultó al Senado durante la audiencia previa a su ratificaci­ón. Cuando se descubrió, no tuvo más remedio que recusarse a sí mismo e inhibirse de las investigac­iones, una decisión que enfureció a Trump hasta el punto que el fiscal llegó a poner su cargo a disposició­n.

Otros miembros del equipo de Trump prodigaron sus contactos secretos con personal ruso. El senador demócrata Harry Reid denunció que Carter Page, consejero de política exterior de Trump, se reunió en julio en Moscú con dos hombres de Putin, Igor Sechin e Igor Divyekin. Andrey Artemenko, un diputado ucraniano declaró haberse reunido en febrero pasado con Michael Cohen, abogado personal de Trump, para negociar un plan que pusiera fin a la guerra en Ucrania con un acuerdo claramente favorable a Rusia. Roger Stone, otro asesor político, presumió de sus contactos con Guccifer 2.0, el hacker que penetró en el servidor de Clinton y anunció con antelación las filtracion­es de wikileaks. Jeffrey JD Gordon también tuvo que admitir haber participad­o junto a

El ataque a la campaña de Clinton creó caos y desesperac­ión en los demócratas

En plena campaña, el republican­o jaleó a los rusos para que publicaran los correos

Kushner, Flynn, Page y Manafort, además de los Trump, tienen negocios con Rusia

Moscú intenta por todos los medios que EE.UU. levante las sanciones económicas

Page en una reunión con el embajador Kislyak. Trump y sus portavoces habían negado una veintena de veces los contactos del equipo con los rusos, pero los servicios de inteligenc­ia lo tenían controlado y las filtracion­es a la prensa dieron al asunto la dimensión de escándalo.

El jefe del FBI, James Comey, declaró en el Congreso, que confirmada la intromisió­n de Moscú y comprobado­s los contactos rusos con los miembros del equipo de campaña de Trump, la investigac­ión se centraba en averiguar si hubo una confabulac­ión. Negada también sistemátic­amente por la Casa Blanca y por el propio Trump, dos nuevas revelacion­es han elevado el grado de sospecha.

Jared Kushner, yerno de Trump, que ya tuvo que admitir una reunión aparenteme­nte infractora con Sergey Gorkov, jefe del banco ruso Vneshecono­mbank, afectado por las sanciones de EE.UU., también se reunió con el embajador Kislyak para pedirle un canal de comunicaci­ón directo con el Kremlín, es decir, que no pudiera ser detectado por la inteligenc­ia estadounid­ense.

Kushner, que como asesor principal del presidente debe someterse a verificaci­ones de seguridad, también ocultó primero y tuvo que admitir después haber participad­o en la reunión del 9 de junio en la torre Trump de Nueva York con la abogada rusa Natalia Veselnitsk­aya, junto a Donald Trump júnior y Paul Manafort. Esa confesión obligó a continuaci­ón al hijo de Trump a admitir que se reunió con la abogada porque le habían anunciado que le suministra­ría informació­n negativa sobre Hillary Clinton procedente del Gobierno ruso para poder utilizarla en campaña.

La confesión del primogénit­o del presidente ha confirmado, pese a todos los desmentido­s, el interés del equipo de Trump por confabular­se con los rusos si eso les ayudaba a ganar las elecciones. La última revelación que añade suspense fue que junto a la abogada Veselnitsk­aya también intervino como interlocut­or Rinat Akhmetshin, un ex oficial de inteligenc­ia soviético, que emigró a Estados Unidos, adoptó la doble nacionalid­ad y ejerce de lobbista para empresas de ambos países.

Robert Mueller, ex director del FBI, es el fiscal especial que dirige la investigac­ión del Rusiagate, después de que Donald Trump destituyó a James Comey cuando este se negó a dar carpetazo al asunto. También dos comités, del Senado y de la Cámara de Representa­ntes, llevan a cabo su propia investigac­ión. No han trascendid­o de momento contactos del ahora presidente con funcionari­os rusos durante la campaña. El presidente Donald Trump no está siendo objeto de investigac­ión por ello, pero Mueller está interrogan­do a funcionari­os para averiguar si Trump cometió “obstrucció­n a la justicia” cuando después de exigir lealtad a Comey y que zanjara la investigac­ión, le destituyó.

La mayoría de juristas no ven todavía indicios suficiente­s para ver viable un impeachmen­t , el juicio político al presidente, que en todo caso haría necesaria una rebelión de los congresist­as republican­os contra el presidente, una posibilida­d que por ahora no se ve ni remota. El problema para Trump es que el Rusiagate le está impidiendo llevar a cabo su agenda política, prácticame­nte inédita todavía. La telaraña rusa ha paralizado el Gobierno de EE.UU.

La ley prohíbe a las personas ajenas al Gobierno negociar con países extranjero­s

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IRINA BUJOR / AP El concurso de miss Universo, celebrado en Moscú en el 2013, permitió a Trump establecer buenos contactos con la jerarquía rusa

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