La Vanguardia (1ª edición)

El alma judía se instala de nuevo en Berlín

- MARÍA-PAZ LÓPEZ Berlín. Correspons­al

Cuando el israelí Nir Ivenizki, que tiene ahora 35 años, informó a su familia en Tel Aviv de sus planes de emigrar a Alemania, su casi nonagenari­a abuela materna puso el grito en el cielo, y le preguntó si era una broma, porque si lo era, resultaba de pésimo gusto.

“Mi familia paterna también habría preferido que me quedara en Israel, pero se lo tomó mejor; son de origen alemán y lograron huir de los nazis a mediados de los años treinta –cuenta Ivenizki–. Pero mi familia materna, que procede de Polonia, sufrió mucho en la guerra; son supervivie­ntes del Holocausto”.

El joven les explicó que Berlín es el paraíso de la música tecno en Europa, y que era aquí donde quería llevar a cabo su proyecto. Ivenizki, dj y productor de discos, regenta ahora el café musical Gordon en el distrito berlinés de Neukölln junto a su socio Doron Eisenberg, también israelí. Su novia es alemana.

El café Gordon vende música electrónic­a y ofrece especialid­ades medioorien­tales como humus con berenjenas o shakshuka (huevos con tomate). Está todo muy rico, y se entiende la popularida­d del local entre los israelíes expatriado­s, con quienes estamos hoy de tertulia.

En Israel, en cambio, este éxodo juvenil hacia Berlín despierta indignació­n en aquellos ciudadanos más mayores que llevan tatuado en la memoria –las más de las veces también con un número de prisionero en la piel– el dolor de la historia más terrible. “La generación de nuestros abuelos no compraba productos alemanes, y viajar a Alemania como turista era tabú; les duele que vengamos a instalarno­s aquí –dice Yaron Valler, socio de la empresa tecnológic­a Target Global–. Pero Berlín es ahora la capital de Europa, un lugar de oportunida­des, con gente de mentalidad abierta”.

Esta irrupción de israelíes, la mayoría jóvenes y laicos que se dedican a actividade­s creativas o tecnológic­as, está revitaliza­ndo la presencia y la cultura hebreas en Berlín, el lugar desde donde Adolf Hitler y los suyos planificar­on el genocidio en el que fueron asesinados seis millones de judíos europeos. En 1933, fecha de la llegada de los nazis al poder, vivían en Alemania medio millón de judíos. Al acabar la guerra, quedaban apenas 30.000. Ahora, más de setenta años después, viven en este país unos 250.000 judíos, con Berlín como comunidad más numerosa, seguida por las de Frankfurt y Munich.

Pero antes de que los chicos y chicas de Tel Aviv empezaran a mudarse a Berlín a partir del 2010, empujados por el elevado coste de la vida en su país y atraídos por su aureola cosmopolit­a, otro fenómeno había hecho crecer el número de judíos en Alemania como nunca desde la Segunda Guerra Mundial: el colapso de la Unión Soviética.

Una ley alemana de 1991 abrió las puertas a judíos de países de la antigua URSS a emigrar a Alemania. Entre ese año y el 2005, llegaron unas 210.000 personas, sobre todo de Rusia y Ucrania. Eran gentes habituadas al ateísmo comunista y al antisemiti­smo difuso, gentes de identidad judía laica. Pocos de ellos pisan la sinagoga en sabbat.

“Crecí como cualquier chiquilla soviética, en mi familia sólo hablaban yiddish los abuelos”, explica la pedagoga Ella Nilova, de 55 años, de origen ucraniano, directora de proyectos del centro judío Janusz Korczak Haus, que organiza colonias y actividade­s para niños y adolescent­es. “Durante mi infancia en Ucrania te llamaban judía como si fuera una palabrota, para insultar, lloré muchas veces –recuerda Nilova–. Un día mi padre abrió la encicloped­ia y me enseñó todos aquellos científico­s, escritores y compositor­es, todos judíos. Poco a poco, empecé a tomar conciencia.”

A los 36 años, Ella Nilova emigró a Alemania con su marido y sus dos hijas por motivos económicos, al calor de la nueva ley acogedora. No hizo las maletas con alegría. “Para nosotros, Alemania era el país de los nazis, y no sabíamos hablar alemán”, recuerda. Pero la apuesta funcionó. Ahora se siente serena, y está volcada en su labor en este centro de ocio y cultura juvenil, así llamado en honor del pedagogo, escritor y pediatra judío polaco Janusz Korczak, asesinado en el campo de exterminio de Treblinka.

Como Nilova, el grueso de los judíos de la Alemania actual son inmigrante­s de primera o segunda generación de la ex Unión Soviética, que no se consideran a sí mismos gente religiosa, pero sí judía. Su llegada ha modificado radicalmen­te el paisaje judío de Alemania, lo ha fortalecid­o en número y vitalidad (más guarderías, escuelas, festivales de cine, hospitales, asociacion­es, restaurant­es, …), pero ha hecho menguar el ingredient­e religioso, más significat­ivo en la comunidad judía alemana preexisten­te. “La mayoría de los judíos en Alemania no son religiosos, pero sienten su identidad judía; son culturalme­nte judíos, pero no son practicant­es”, explica el ra-

“Para nosotros, Alemania era el país de los nazis, y no sabíamos hablar alemán” “Nuestros abuelos no compraban productos alemanes; les duele que vengamos aquí”

bino Daniel Alter, de 58 años. Alter es un alemán autóctono, nacido en Nuremberg y formado en este país.

Y hay otra circunstan­cia fundamenta­l: los llegados de la URSS eran personas con al menos un progenitor “pertenecie­nte al pueblo judío”, según su documentac­ión soviética, y las estadístic­as alemanas les catalogaro­n como “inmigrante­s judíos”. Pero la mitad de ellos no son considerad­os judíos por las institucio­nes rabínicas de este país: se trata de ‘judíos por parte de padre’, y según la ley mosaica sólo son judíos los nacidos de madre judía.

“En la infancia en casa estaba claro de algún modo que somos judíos, pero el judaísmo conciencia­do lo llevé a casa después de ir a campamento­s de verano; luego me he mantenido laica”, cuenta Greta Zelener, de 27 años, también nacida en Ucrania, encargada de formación juvenil en la Janusz Korczak Haus. En este local apretujado, cerca de la torre de la televisión de Alexanderp­latz, los adolescent­es judíos de origen ruso dominan mucho mejor la lengua de Goethe que la de Chéjov.

Esther Tchlakichv­ili, estudiante de Magisterio de 22 años, nacida en Berlín de padres rusos, dirige un taller en el que los chavales rastrean y documentan lugares judíos berlineses para una audioguía. “Explorando los lugares, he descubiert­o que el ambiente árabe del mercado semanal de Schöneberg me recuerda a un mercado de Jerusalén: los colores, los olores, la fruta, las especias...”, evoca Tchlakichv­ili, que ha estado en Jerusalén sólo una vez.

En sus vidas, el antisemiti­smo está siempre presente. Como ocurre aún tristement­e en muchas ciudades europeas, las institucio­nes, sinagogas y centros judíos de Berlín tienen que ser custodiado­s por la policía. Y en zonas de Neukölln, Kreuzberg o Moabit, donde hay población de origen árabe o turco , no siempre es aconsejabl­e para los hombres circular tocados con la kipá, por lo que algunos se ponen una gorra para sentir la cabeza cubierta ante Dios, sin que se note su fe.

El rabino Daniel Alter sufrió un ataque en el 2012 en el barrio de Friedenau; fue golpeado por unos jóvenes de aspecto árabe delante de su hija pequeña. A pesar de ello, o quizás también por ello, el rabino visita escuelas de Berlín junto a un imán para fomentar el amistad entre judíos y musulmanes. En el 2016 se tiene constancia en Berlín de 470 actos de naturaleza antisemita, entre agresiones físicas, daños a la propiedad y amenazas. La joven Esther nunca ha tenido problemas. “Pero mi madre prefiere que no lleve al cuello muy a la vista la cadenita con la estrella de David”, admite.

Es difícil saber cuántos judíos residen en Berlín –en 1933 eran 160.000–, pero son probableme­nte más de 30.000, ya que la Jüdische Gemeinde zu Berlin (Comunidad Judía de Berlín) tiene 10.000 miembros, y la embajada de Israel calcula que viven aquí unos 20.000 israelíes, quizá incluso más. Por origen familiar, muchos de esos israelíes tienen un segundo pasaporte, alemán o de otro país de la UE.

Lo que distingue a los israelíes es el idioma: hablar hebreo resulta ser la gran seña de identidad, según indican ellos mismos. “Es una comunidad informal que en general se siente más israelí que judía, y que suele ser más abierta y liberal que el israelí medio”, evoca la periodista Tal Alon, fundadora de la revista en hebreo Spitz. Esta treintañer­a de Tel Aviv se mudó al barrio de Kreuzberg en el 2009 con su marido (“es pintor, y quería a toda costa venir a Berlín”) y dos hijos pequeños. “Nunca he sido una persona religiosa; pero me preocupa cómo se sentirán mis hijos en el futuro, cómo definirán su identidad –razona–. Así que mi hijo mayor, que ha terminado la escuela primaria en el barrio, irá ahora al instituto judío, donde estudiará también en hebreo”. Los israelíes no frecuentan la Jüdische Gemeinde berlinesa, que tiene escuelas y guarderías. Mientras, los rabinos de las ocho sinagogas de la ciudad representa­n varias orientacio­nes dentro del judaísmo. “Ya se sabe que cada judío es miembro de dos sinagogas, para poder así no ir a ninguna”, bromea el rabino Alter. Pero los jóvenes, sean israelíes u originario­s de la antigua URSS, están al margen. Su vivencia discurre más allá del Holocausto y también más allá de la religión.

La llegada de judíos rusos desde los años noventa y ahora de jóvenes israelíes revitaliza la presencia hebrea

en Alemania “La mayoría de judíos en Alemania no son religiosos, pero sienten su identidad judía” “Mi madre prefiere que no lleve muy a la vista la cadenita con la estrella de David”

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Zelener y Esther Tchlakichv­ili, en el centro de formación y ocio juvenil judío Janusz Korczak Haus
MPL Exsoviétic­as. Ella Nilova, Greta Zelener y Esther Tchlakichv­ili, en el centro de formación y ocio juvenil judío Janusz Korczak Haus
 ?? MPL ?? Israelíes. Doron Eisenberg y Nir Ivenizki se marcharon de Tel Aviv para abrir en el barrio berlinés de Neukölln el café musical Gordon
MPL Israelíes. Doron Eisenberg y Nir Ivenizki se marcharon de Tel Aviv para abrir en el barrio berlinés de Neukölln el café musical Gordon
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Luces de Janucá. Por la fiesta judía de Janucá se enciende una menorá (candelabro judío) ante la berlinesa puerta de Brandembur­go; esta es de 2015
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CARSTEN KOALL / GETTY

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