Recep T. Erdogan
PRESIDENTE DE TURQUÍA
Erdogan movilizó ayer a sus partidarios para conmemorar el primer aniversario del fallido golpe de Estado. La purga posterior, sin embargo, ha polarizado a una Turquía que se aleja de los valores democráticos y europeos.
Millones de turcos participaron ayer en marchas de la unidad contra el golpismo, a lo largo y ancho del país. En Estambul, la ciudadanía ocupó el puente del Bósforo –rebautizado como Mártires del 15 de Julio–, ahora libre de tanques.
Al cumplirse un año de la intentona golpista que bombardeó la Asamblea Nacional, el presidente Recep Tayyip Erdogan no sólo no está muerto, sino que concentra más poder que nunca. La democracia turca también ha sobrevivido, pero con la camisa de fuerza del estado de excepción, que el parlamento prorrogará tres meses.
Sin embargo, Turquía quiso centrarse ayer en celebrar el heroísmo de la población que, “por primera vez en la historia frustró un golpe de Estado”, como subrayó el primer ministro. Binali Yildirim, que pidió “paciencia” a las familias de los 250 muertos y 2.200 heridos, la mayoría padres, puesto que los jóvenes permanecieron aquella noche pegados a sus pantallas.
El machacón relato oficial de lo sucedido genera aquí un relativo consenso y lleva camino de convertirse en mito histórico. Sin embargo, el contragolpe gubernamental ha terminado polarizando el país. Tanto por el paso a un régimen presidencialista –refrendado por la mínima– como por la dimensión de las purgas en la Administración. El portavoz del gobernante AKP aclara que si bien 150.000 funcionarios han sido despedidos por presunta vinculación al “estado paralelo” del imán Fethullah Gülen, “34.000 han sido readmitidos tras examinar sus recursos”. Al resto, el presidente Erdogan les recomienda “que busquen trabajo en la empresa privada, porque el estado no los va a mantener”. “También Alemania despidió a 600.000 funcionarios comunistas de la RDA por razones de Estado”, remacha Numan Kurtulmus, su viceprimer ministro. “Ningún estado puede funcionar con funcionarios que no respetan su jerarquía y obedecen como robots órdenes de fuera”, argumenta. Por todo ello, Erdogan se lamenta de que “países que creíamos amigos, vacilaron hasta entrada la mañana”. Y advierte: “Los líderes occidentales deben elegir entre solidarizarse con terroristas o congraciarse con el pueblo turco”, el cual “combate a la vez a cuatro bandas terroristas”. Pocos son los embajadores en Ankara que circulan sin coche blindado.
Sin embargo, la retórica presidencial no impresiona a la oposición antiautoritaria, ni a ciudadanos como Fatih, un diseñador de Ankara para el que “el propio Erdogan debería asumir responsabilidades, porque hasta el 2013 fue uña y carne con Gülen, a pesar de que la izquierda llevaba veinte años advirtiendo de sus intenciones”.
A falta de otros consensos, emerge uno alrededor del 15 de julio. El principal editor de prensa ha expresado que “Turquía estuvo a un paso del abismo”. Y el viceprimer ministro coincide con el ministro de Justicia en que, de haber triunfado el golpe, “el país se habría hundido en la guerra civil, para ser luego ocupado como Iraq”.
Con estos argumentos y con el envío de millones de sms, además de transporte gratis, ciudades como Ankara estaban ayer movilizadas. En la capital, la marcha terminaba frente al monumento a las víctimas levantado frente al nuevo y descomunal palacio presidencial. En el último minuto, un operario atornillaba las letras del lema, “un pueblo, una patria, un estado, una bandera”.
De los 100.000 funcionarios purgados, 34.000 han sido readmitidos en la administración