UN PUENTE PARA SONNY ROLLINS
Un grupo de neoyorquinos han iniciado una campaña para que el puente de Williamsburg lleve el nombre del genial saxofonista Sonny Rollins.
Sobre el asfalto exclusivo para ciclistas y peatones, se suceden juegos de palabras.
Pintados con tiza en este paraje elevado y con vistas que conecta Manhattan con Brooklyn, o viceversa: “Enriquecimiento / Distracción”. “Realismo / Limitación”. “Intimidad / Deshonestidad”. “Libertad / Intimidación”.
Predomina el ambiente deportivo. Entre ciclistas que van a lo loco y aspirantes a corredores de fondo –mucho mérito bajo este bochorno pegajoso–, llama la atención, por raro, una mujer vestida para arrasar en la noche incipiente de Nueva York.
Luego, los de las ruedas y los de las bambas se separan, unos por la izquierda y otros por la derecha. Por abajo, en el centro, circulan los coches, y por encima los trenes, con su monserga mecánica, una sintonía nada afinada.
Este es el escenario, casi seis decenios después, de algo extraordinario en un lugar que no lo es tanto. El puente de Williamsburg carece de la gracia arquitectónica del turístico puente de Brooklyn o de la belleza urbana por la que cruza el puente de Manhattan.
Dentro de las vistas paisajísticas, atravesar sus 2,2 kilómetros (es el más largo de los tres) no ofrece el entretenimiento visual de los otros dos. Es más ruta que mirador. Pero, para mitómanos del jazz, el de Williamsburg disfruta de un aura especial.
No hay otro puente como este. Aquí, durante dos años sabáticos –de 1959 a 1961–. Sonny Rollins, el coloso del saxofón se cobijó en la zona peatonal para practicar su arte. Ese retiro público, que lo fue pese a ensayar al aire libre, entre caminantes, conductores y viajeros del metro, se produjo tras una etapa de enorme producción.
Entre 1953 y 1959, Rollins publicó 21 albumes. Y, de pronto, se desvaneció. Nacido (septiembre de 1930) y forjado en Harlem en el que, como él explico, los músicos no eran fotos, sino vecinos y accesibles, cuando desapareció residía en el Lower East Side de Manhattan, en el 400 de la calle Grand, a escasa distancia del puente.
“El problema fue que no tenía un lugar en el que practicar, Mi vecino en la calle Grand era el batería Frankie Dunlop y su esposa estaba embarazada. El saxo que tocaba sonaba muy fuerte. Me sentía culpable. Un día, estaba en la calle Delancey y caminé hacia el puente de Williamsburg y observé esa gran extensión. No había nadie ahí y era hermoso. Fui al puente a practicar cada día durante dos años. Caminaba dos manzanas por Grand, hasta Delancey, y entonces bajaba por Delancey hasta entrar en el puente. Tocar contra el cielo realmente mejora tu volumen y tu capacidad de soplar. Podía estar allí arriba para siempre. Pero Lucille nos mantenía y yo debía volver a trabajar. No puedes estar en el paraíso y en la tierra a a la vez”.
Aclaración: Lucille Parson se casó con él en 1957 y luego fue su representante. En aquellas fechas trabajaba de secretaria en el departamento de Física de la Universidad de Nueva York. Fa-
lleció en el 2004, en la casa de Germantown (estado de Nueva York), donde continúa el coloso ,a la espera de cumplir los 87, encumbrado como la última leyenda viva de una generación genial.
Ese párrafo entrecomillado lo escribió el músico y lo publicó en
The New York Times en el 2015 con el título Sax and Sky, saxo y cielo. Ese texto tocó el alma de Jeff Caltabiano, fan del jazz, admirador de Rollins y, sin duda, un soñador. Se ha puesto manos a la obra para unir paraíso y tierra. Esto es, ha lanzado una campaña para convencer a los mandatarios de la ciudad de que el puente de Williamsburg sea rebautizado como el puente Sonny Rollins.
“Después de leer ese artículo, cada vez que estaba en el puente le veía a él, su espíritu sigue y lo pienso así porque es una historia extraordinaria, una parte importante de su carrera está ahí”, dice el promotor de la iniciativa, de 41 años y vecino del Lower East y del puente durante los últimos trece, lugar al que se mudó al cerrar su etapa en Los Angeles.
Caltabiano, que ha organizado tours por el barrio por sitios vinculados a esta música, vio la luz en Instragram. El jazz le ha hecho disfrutar tanto que experimentaba esa sensación estadounidense de hacer algo para compensar lo mucho que ha recibido.
“No sabía como hacerlo”, señala. “Entonces vi un post, una foto del puente que colgó el saxofonista Ken Vandemark con el comentario ‘Sonny Rollins bridge (puente) to me’, en otras palabras, que el puente está unido a Rollins”, remarca.
Lo considera un lugar sagrado y su idea ha hallado eco en las redes sociales con las páginas Sonny Rollins Bridge Project yseha amplificado gracias a un artículo en The New Yorker. Según Caltabiano, el concejal Stephen Levin, responsable de esa área, se ha mostrado animado con el proyecto y le da su apoyo. La iniciativa, siempre según su versión, se hallaría en el organismo de revisión. Espera que este otoño entre en el consejo municipal.
Hay precedentes. En la Gran Manzana existen, por ejemplo, el Duke Ellington Boulevard o el Miles Davis Way.
“No se trata de poner su nombre porque es una gran persona o un gran saxofonista. Además de estas dos circunstancias, que son ciertas, lo más importante es que estuvo dos años sin actuar y sin grabar nada y esos dos años los pasó tocando en el puente por las razones que fueran”, matiza.
La BBC realizó un documental en 1968 –Quién es Sonny Rollins– en el que el protagonista recuerda la atmósfera. “No prestaba demasiada atención a los trenes, por lo general me aíslo con lo que hago, me absorbe”, declaró. “Estoy seguro que, en el subconsciente, cambié mi forma de tocar para mezclarme con el sonido del tren”, reconoció.
En ese reportaje habla de la influencia de la soledad, lo que le ofrecía. “Eventualmente, yo quería comunicarme, pero podía estar solo para comunicarme”. En esa época –en 1959 tenía 28 años, se había alejado de la heroína, le había decepcionado la cultura de la degradación y el whisky– Rollins se había iniciado en la práctica del yoga y en las lecturas espirituales (budismo, sufismo,...) y se marcó un hiato en su carrera.
En su investigación, Caltabiano ha descubierto que no siempre estuvo en soledad y que otros músicos se le unieron en el puente.
Al menos ha dado con dos nombres, Jackie McLean y Steve Lacy, ambos saxofonistas, ya fallecidos. Lacy, en una declaraciones a The Atlantic en 1999, recordó hacer sesiones maratonianas en ese enclave. “En el puente había estruendo, un alto nivel de sonidos con los barcos, los coches, el metro, helicópteros y aviones. Sonny tocaba sobre todo esto. Yo no me podía escuchar a mi mismo pero le podía oír a él”.
Había un pacto de silencio. En julio de 1961, el escritor Ralph Berton publicó un artículo en la revista Metronome sobre un legendario saxofonista que tocaba en el puente de Brooklyn. “Cuando escuché el sonido por primera vez, pensé que lo había imaginado”, apuntó. Equivocó intencionadamente el nombre del puente y al intérprete lo llamó Buster Jones para encubrir Rollins. En 1962 sacó el álbum The
Bridge, uno de los más aclamados en su extensa discografía.
“Sonny Rollins es un hombre humilde y ha pedido no implicarse en el proyecto”, afima Caltabiano. “Él ya ha hecho el trabajo, hoy nos toca hacerlo a nosotros”.
Por su estado de salud –no actúa desde el 2012, Barcelona fue una de sus últimas apariciones–, no se imagina a Rollins tocando de nuevo en el puente. Aunque se ve paseándolo con él.
De regreso a Manhattan, majestuosa la línea del horizonte, surge otra pintada: “Somos efímeros”. Pero siempre quedará el saxo de Sonny Rollins.