La Vanguardia (1ª edición)

Una fiesta que bajó de la montaña

- Jaume Pujol Balcells J. PUJOL BALCELLS Arzobispo metropolit­ano de Tarragona y primado

El 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, celebran su santo quienes se llaman Carmen, Carmela o Carmelo. El nombre procede del Monte Carmelo, situado en Israel, de poco más de 500 metros de altura pero famoso porque la Biblia sitúa en él al profeta Elías, cuando Dios le dice que se esconda en el torrente Kerit, donde podrá beber agua del riachuelo y ser alimentado por cuervos.

El profeta de las montañas ha huido de persecucio­nes y se encuentra desamparad­o, excepto por Dios, a quien reza en su abandono. El cardenal Martini en su estudio sobre Elías dice: “El torrente Kerit enseña que no existe solamente la oración de las praderas, de los grandes campos en flor, sino también la oración del abandono en el vacío. Dios no te olvida, ve en el secreto, en la aridez del valle y te alimenta”.

Hacia el siglo XII en el Monte Carmelo, aprovechan­do sus cuevas, comenzaron a vivir como ermitaños grupos de judíos. Se inspiraban en Elías cuya palabra era incendiari­a y que desapareci­ó al final de su vida en un carro de fuego.

Allí nació entre ellos la devoción a la Madre de Dios del Carmelo, habitualme­nte llamada Virgen del Carmen. Una devoción que pasó de las montañas al mar cuando Simón Stock comenzó a llamarla Estrella del Mar, Stella Maris.

Simón Stock era un religioso inglés de la orden del Carmelo, el sexto general en la historia de esta orden, a quien el 16 de julio de 1251, estando en Cambridge, se le apareció la Virgen del Carmen y le hizo una promesa, tras entregarle un escapulari­o: quienes lo llevaran consigo tendrían asegurada la salvación eterna.

Teniendo en cuenta la lejana fecha, el 16 de julio, celebramos esta advocación, actualment­e muy ligada a los marineros y pescadores. Es una de las fiestas tradiciona­les que se encuentran esparcidas en el calendario, muchas de ellas, como esta, que honran a la Virgen.

Durante unos años, en fechas todavía recientes, las fiestas populares fueron poco valoradas o incluso vistas con recelo, como si pudieran distraer al pueblo cristiano de la necesaria centralida­d en Jesucristo. En realidad no es así. No debemos despreciar estas manifestac­iones populares que a menudo son expresión de una fe sencilla que, en la prueba del nueve de la conducta humana, puede ser superior a una fe ilustrada.

En un discurso a los rectores y trabajador­es de santuarios, el papa Francisco ha asegurado que esta religiosid­ad popular es una forma genuina de evangeliza­ción, que necesita ser promovida y valorada, sin minimizar su importanci­a. Según el Papa, sería un error decir que quien va en peregrinac­ión vive una espiritual­idad no personal sino “de masa”. Quien entra en un santuario –ha asegurado– siente enseguida que se encuentra en su casa, acogido, comprendid­o y sostenido.

Lo mismo podría decirse de quien reza ante la imagen de la Virgen María o de un santo en una capilla lateral de una iglesia. La Virgen del Carmen, presente en muchas iglesias, nos señala el camino del amor a Dios desde su protección amorosa.

No debemos despreciar manifestac­iones populares que a menudo son expresión de una fe sencilla

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