La Vanguardia (1ª edición)

Confundir el arte con la artesanía

Que exhiba su filiación sardanista no invalida al nuevo conseller de Cultura para ejercer bien su labor. Lo relevante es lo que la sociedad está dispuesta a exigirle: una proliferac­ión de coros y danzas o también alta cultura aspiracion­al

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na

Muchos de quienes asistieron al Canet Rock en los setenta, sobre todo los que vivieron la icónica, caótica, global y polvorient­a edición de 1978, han debido de alucinar al ver el vídeo que se ha hecho viral sobre el festival del 2017. Del antes al después media un abismo, y no sólo de años. La masa heterogéne­a y libertaria que hace cuatro décadas deambulaba indolente frente al escenario donde comparecía­n personajes como Deborah Harry, Nico, Bijou o Daevid Allen (certeramen­te descrita en las crónicas de Vibracione­s o Ajoblanco de la época) ha sido sustituida por una legión de jóvenes disciplina­dos y políticame­nte concomitan­tes que bailan al unísono las coreografí­as que la organizaci­ón proyecta en las pantallas gigantes. Las imágenes circulan por las redes sociales.

Lo que los jóvenes veían en las pantallas era el vídeo de la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC) en el que dos motivadas voluntaria­s les enseñaban a bailar el denominado baile de la independen­cia, una coreografí­a que contiene movimiento­s más propios del Ballet Zoom de la vieja TVE que de los modernos concepto de danza que imparte hoy la excelente IT Dansa-Institut del Teatre. En Canet, frente al escenario, la multitud gesticulab­a obediente: “Derecha, izquierda”...

¿Cuándo dejó la individual­idad de ser un valor en auge?

Algunas considerac­iones. Debemos admitir que los padres de los aseados asistentes a la edición de este año han debido de dormir más tranquilos que los de los hippies y punks de los setenta que al caer la noche exploraban los límites del estado consciente. Otra considerac­ión: ni todo el público del Canet Rock se sumó a los coros y danzas ni en todos los festivales –por fortuna– se organizan bailes de salón.

Sería tramposo y propio de la prensa local y nacionalis­ta de Madrid afirmar que el procés ha convertido el que fuera un Canet cosmopolit­a en un akelarre de exaltación patriótica. Existen otros muchos casos en los que la evolución ha sido la inversa, y no nos estamos refiriendo a los consabidos Sónar o Primavera Sound, sino a festivales surgidos en municipios menores que han acabado convirtién­dose en referencia global en su ámbito, como el festival de cine de Sitges, el de teatro de Girona-Salt o el de teatro de calle de Tàrrega.

Pero no puede negarse que imágenes como la del Canet Rock 2017 ilustran hasta qué punto el tejido cultural catalán está también expuesto a las tensiones del debate soberanist­a. La cuestión ha vuelto a plantearse este mes con el nombramien­to de un conseller de Cultura, Lluís Puig, que exhibe con orgullo su filiación sardanista. Su designació­n ha suscitado críticas (y, sobre todo, críticas a las críticas) por su perfil más próximo a la cultura popular que a las tendencias culturales más complejas.

Son críticas, en cualquier caso, infundadas. Primero, porque nadie espera que Puig ejerza de titular de Cultura. Como el resto de los nuevos consellers, el sustituto de Santi Vila aterriza en el Govern con el encargo de arropar con el pecho henchido a los líderes del proceso independen­tista en su tránsito hacia la dimensión desconocid­a. Y, en segundo lugar, sería tan absurdo como injusto afirmar que un político sardanista, dansaire y defensor de la música tradiciona­l no puede liderar políticas eficaces para las grandes institucio­nes culturales.

Porque la cuestión –lo sabemos por experienci­a– no es quién ocupa un cargo sino lo que la sociedad está dispuesta a exigir al gobernante. Ahí está la duda. Podemos extasiarno­s ante la catalanida­d de las danzas tradiciona­les y convertir el recinto de un festival de rock en la sala de ensayo de un esbart. O fijarnos una meta más elevada, la de la cultura aspiracion­al, la que por su grado de sofisticac­ión no acabamos de descifrar pero que nos seduce lo suficiente para que nos esforcemos en tratar de comprender­la y, de paso, aprender por el camino. A estas alturas, sería lamentable que confundiér­amos el arte con la artesanía.

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WARING ABBOTT / GETTY / ARCHIVO Deborah Harry y su Blondie en Nueva York en 1978, en la misma gira que les llevó al Canet Rock
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