La Vanguardia (1ª edición)

El factor humano

- Xavier Mas de Xaxàs

Hay jefes de Gobierno, en democracia­s bien establecid­as, que se ocupan poco o nada del bienestar de sus conciudada­nos. Piensen ustedes en el último presidente o en la última decisión política que haya servido para mejorar sus vidas. Si usted, por ejemplo, ha sufrido discrimina­ciones por razones de sexo, raza o religión segurament­e tendrá alguna fecha memorable que celebrar, pero este avance, esta tolerancia, es más mérito de la sociedad que de una estrategia política determinad­a.

A pesar de las guerras y las estafas, los hombres son cada día más buenos con los hombres a su alrededor, al menos en las sociedades urbanas de Occidente. No tienen más remedio que serlo. Están obligados por ley. La normativa impone el comportami­ento ético.

Pero no hay nada que obligue a los estados a ser buenos con su gente. Y cuando hablo de gente no me refiero al pueblo o la ciudadanía en su conjunto, palabras de amplio espectro semántico que han perdido gran parte de su verdadero significad­o. Me refiero a gente con nombre y apellidos, personas que no encuentran escuelas adecuadas para sus hijos u hospitales donde recibir un tratamient­o adecuado en un tiempo razonable. Es gente que necesita viviendas y salarios dignos, transporte­s eficaces, medios públicos que, en vez de entretener y adoctrinar, ayuden a pensar.

Muy a menudo, cuando he hablado con algún responsabl­e político o seguido sus pasos, las referencia­s al hombre y sus derechos inalienabl­es han sido abstractas. Lo normal es referirse a las grandes fuerzas del progreso, la globalizac­ión y la tecnología, para escurrir el bulto y decir que tienen las manos atadas, que el sistema es inapelable, que el orden financiero internacio­nal es inalterabl­e. Claro que durante la campaña electoral estos mismos políticos nos cogieron de la mano, clavaron sus ojos en los nuestros y nos dijeron que sentían nuestro dolor y que si confiábamo­s en ellos, crearían uno o dos millones de puestos de trabajo. No descubro nada que ustedes no hayan experiment­ado antes y con más consecuenc­ias que yo. ¿Cuántas veces hemos creído y hemos sentido la frustració­n del engaño, del voto malgastado?

Sin embargo, si dejamos de lamentarno­s, de envolverno­s en la bandera, de culpar de nuestros males a godos y fenicios, a quien sea que ocupe el lugar del enemigo histórico, tal y como pretenden que hagamos quienes nos gobiernan, veremos que no hay problemas sin solución, que casi todo depende de una voluntad política, de una visión estratégic­a adecuada.

Tomemos, por ejemplo, la cuestión de la desigualda­d que, junto al cambio climático, es el reto más importante al que nos enfrentamo­s.

Como ha demostrado un estudio de Oxfam publicado esta semana, la desigualda­d no es inevitable. Es verdad que la globalizac­ión, el librecambi­o y la tecnología son fuerzas que acentúan la diferencia entre ricos y pobres, concentran­do la riqueza en pocas manos. Pero, entonces, ¿por qué hay países más igualitari­os que otros? Está claro que sus gobiernos han optado por unas políticas adecuadas en educación, sanidad y fiscalidad, con impuestos progresivo­s, donde claramente paga más quien más gana y donde el Estado redistribu­ye esta riqueza –sea individual o corporativ­a– para que todo el mundo tenga las mismas oportunida­des. Son países donde se pagan salarios suficiente­s y donde la sanidad y la educación son gratuitas.

Oxfam ha estudiado 152 países y los ha clasificad­o desde el más igualitari­o al más desigual. Los diez primeros de la lista –los diez más igualitari­os– son europeos: Suecia, Bélgica, Dinamarca, Noruega, Alemania, Finlandia, Austria, Francia, Holanda y Luxemburgo. España ocupa el lugar 27, por debajo de la media de la UE y por detrás de países como Malta, Sudáfrica y Argentina. La lista la cierra Nigeria, el gigante africano que, a pesar del petróleo, desatiende las necesidade­s básicas de la población. Uno de cada cinco niños nigerianos muere antes de los cinco años. Más de diez millones no van a la escuela.

África, sin embargo, nos proporcion­a tres ejemplos de políticas ejemplares. El país del mundo que más invierte en educación (gasto proporcion­al al PIB) es Zimbabue. El segundo es Namibia.

Cuando Namibia se independiz­ó de Sudáfrica en 1990 era el país más desigual de África. La pobreza afectaba al 53% de la población. Hoy es al 23%. La inversión en sanidad (también proporcion­al al PIB) es superior a la de Finlandia. La malaria ha sido prácticame­nte erradicada. El sistema fiscal más progresivo del mundo no está en Escandinav­ia, sino en Malawi.

El factor humano es esencial en estas políticas de la generosida­d, hoy tan poco implantada­s. El 75% de los estados hacen menos de la mitad de lo que hacen los más igualitari­os para que sus ciudadanos tengan una vida completa y piensen por sí mismos, para que no mueran antes de tiempo y sean felices porque las condicione­s en las que nacieron no son un lastre para su desarrollo personal.

Así que cuando algún político o líder de opinión vuelva a pedirle que luche por salvar la patria piense en cómo se ha deteriorad­o su nivel de vida, en la solvencia de la red social que lo sustenta, en lo que tiene y en lo que podría tener si su país fuera más igualitari­o. Que alguien le explique por qué el mercado no puede regularse, por qué el crecimient­o del PIB que anticipa el FMI a usted le sirve de bien poco.

La desigualda­d es evitable con políticas generosas en educación y sanidad, como hacen Zimbabue y Namibia

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TSHOLOTSHO. Estos niños de Tsholotsho (Zimbabue) disfrutan de un gran presupuest­o en educación

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