La Vanguardia (1ª edición)

Determinis­mo o responsabi­lidad

- Juan-José López Burniol

Los hechos históricos trascenden­tes ¿son fruto de la dialéctica de unas fuerzas inexorable­s o son consecuenc­ia de acciones y omisiones humanas? Determinis­mo o responsabi­lidad. Recuerdo a este respecto que cuando, en la adolescenc­ia, mi afición por la historia se volcó en la Europa de entreguerr­as y en la Segunda Guerra Mundial, pronto me hice tres considerac­iones que, separadas de su contexto y proyectada­s con alcance universal, me han acompañado desde entonces: 1) ¿Cómo es posible que un pueblo con un alto nivel cultural, un Estado bien constituid­o y unos medios de vida que para sí quisiesen otros pueda caer en una sima insondable de insania colectiva? 2) ¿Cómo es posible que la mayoría de sus ciudadanos asistan silencioso­s y permisivos al momento en que asumen el poder unos desarrapad­os de ínfimo nivel moral, nula pericia técnica y acreditado talante antidemocr­ático? 3) ¿Es todo ello fruto de un inexorable determinis­mo histórico o se pueden depurar responsabi­lidades colectivas e individual­es concretas? Veamos lo que sucedió en los años treinta en Alemania.

Se ha escrito con razón que lo que sucedió al mediodía del 30 de enero de 1933 en Berlín fue algo clave para la historia universal. El poder de una nación avanzada e industrial­izada como Alemania cayó en manos de Adolfo Hitler, un hombre que provocó un gran sufrimient­o a buena parte de la humanidad, la muerte violenta de decenas de millones de personas y una destrucció­n sin precedente­s. Su régimen puso de relieve que siglos de civilizaci­ón no habían disminuido la inclinació­n humana por el mal más profundo. Henry Ashby Turner levanta acta –en A treinta días del poder– de cómo se produjo este hecho tan grave e inexplicab­le. Y da cuenta de que, tan sólo un mes antes de alcanzar el poder, Hitler parecía estar acabado. Su partido había asumido un asombroso revés en las últimas elecciones de 1932 (había perdido dos de cada tres votantes), y esta situación empeoró todavía más en los comicios locales posteriore­s. Los casos de deserción y rebeldía (por ejemplo, de las SA) eran cada vez más frecuentes entre sus defraudado­s seguidores, muchos de los cuales no entendían el empecinami­ento de Hitler en exigir la cancillerí­a para sí, negándose a entrar en un gobierno de coalición (o todo el poder o nada).

En realidad, Hitler no se hizo con el poder; este le fue entregado por los hombres que en aquel momento controlaba­n el destino de Alemania, que forjaron para ello una “alianza de fuerzas patriótica­s”. “Sólo gracias a la ceguera e ineptitud políticas de otros –escribe Ashby Turner– logró Hitler hacerse con la oportunida­d para poner en práctica sus intencione­s criminales. (…) Para eterna vergüenza de la nación alemana, Hitler contó con un gran número de lacayos”. Así, se han señalado como causas inmediatas del éxito de Hitler la sostenida tendencia de los políticos de la República de Weimar a anteponer sus interés partidista­s al juego limpio parlamenta­rio; la ineptitud extraordin­aria de los dos grandes partidos de derecha e izquierda (el Centro Católico y el socialdemó­crata), obsesionad­os por la defensa cerril de una Constituci­ón que había quedado superada por el efectivo traspaso de poder del Parlamento al presidente de la República; el voto de los millones de alemanes que eligieron a Hitler más como un acto de protesta que por estar de acuerdo con su programa; la absoluta falta de visión política del último canciller –el general Schleicher– y las intrigas continuas de su antecesor, el menos que mediocre Franz von Papen; las rencillas personales de Oskar Hindenburg, hijo del presidente, y, por último pero en primer lugar, la ceguera del anciano presidente Paul Hindenburg, quien, en contra de la prudencia y fortaleza que le atribuían sus conciudada­nos, llegado el momento más decisivo de su vida se mostró débil y susceptibl­e de ser manipulado, dejándose llevar por filias y fobias personales que le hicieron olvidar y superar la justificad­a aversión que sintió desde el principio por Hitler, el “cabo bohemio”. A todo lo que debe añadirse además el ambiente imperante por aquellos años en Alemania, fuertement­e marcado por un exacerbado sentimient­o nacionalis­ta de raíz romántica y contrario a los principios de la Ilustració­n. No es extraño que Thomas Mann escribiese en la entrada de su diario correspond­iente al 23 de junio de 1933 –el mismo año en que Hitler llegó al poder– que en Alemania reinaba una anarquía consistent­e en “el imperio de la mentira, de la negación de las contradicc­iones, de la charlatane­ría estúpida y falsa”.

Parece increíble, pero así sucedió. Y, doce años después, Alemania estaba destruida. De lo que se desprende –según Ashby–, como enseñanza para retener de la tremenda experienci­a ajena, “la importanci­a que tiene elegir con el mayor de los cuidados a quienes detentarán el poder sobre la institució­n más poderosa –y más letal en potencia– creada por la humanidad: el Estado moderno”. Frente al sentimient­o inflamado, la razón fría. A fin de cuentas, los delirios acaban siempre costando caros.

Frente al sentimient­o inflamado, la razón fría; a fin de cuentas, los delirios acaban siempre costando caros

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