La directora que lleva su infancia al cine
Llamo a Carla Simón para hablar de este perfil en marcha y me dice que ahora no puede, que está dando clase y que luego. Llamo luego, y está liada. Otra vez. Al cabo de un rato, recibo una nota de voz: “He acabado una clase en Madrid y he tenido que salir disparada a comprar una maleta. La mía se ha roto. ¡Qué contratiempo! Mañana me marcho a Kíev, camino de Odesa, a un festival, y hoy todavía me esperan un par de reuniones más. Ayer llegué de París, donde Estiu 1993 se acaba de estrenar. ¿Cómo hacemos esto?”.
La misma Carla Simón que hoy corre de aquí para allá es la directora de Estiu 1993, maravilloso ejercicio de memoria: de pararse y pensar. Quizá por eso ella misma me sugiere que tire de eso, de memoria. De otras conversaciones y otros encuentros...
Y eso haremos en buena medida: Carla sin Carla, pero con ella por todos lados. Tiene Josep Maria Subirachs, ese escultor tan denostado por muchos y tan admirado por uno mismo, tiene Subirachs, ya digo, algún ejemplo magistral de estatuas que son puro vacío: sombras en movimiento mientras uno se mueve, con las facciones del modelo atrapadas en las oquedades que deja la ausencia. ¿Y no es Estiu 1993 un canto a la ausencia?
Un ejercicio de recapitulación donde Carla Simón recuerda la niña de seis años que ella fue en la niña Laia Artigas, que está de premio (como todo en el filme). Simón sabe que el cine convierte la verdad de los hechos en la verdad de la ficción, que es verdad pero de otra manera. Nace su celebrada ópera prima precisamente del deseo de atrapar su circunstancia infantil, cuando la directora se quedó sin madre y encontró unos nuevos padres en los que hasta entonces habían sido sus tíos. Entonces dejó Barcelona y se fue a vivir a una pequeña población, Les Planes d’Hostoles, en la comarca de la Garrotxa. “Soy parte de una familia extensa que es un pozo sin fondo de historias, de relaciones complejas, de sentimientos entrecruzados –recuerda–. Observándolos y escuchando sus historias decidí hacer películas”. También evoca, como algo seminal, la visión de Código desconocido en la escuela, ese filme que Michael Haneke rodó en el 2000 y que la joven Carla vio en el aula gracias a los buenos oficios de Montserrat Planella. “Con esta película descubrí efectivamente que el cine podía afrontar la complejidad de la existencia sin necesidad de masacrarla o de simplificarla. Que el cine tenía capacidad para afrontar la tercera dimensión de la existencia, por así decirlo. Y eso me convenció todavía más –dudaba si dedicarme al periodismo– de que contar historias mediante la cámara era lo que quería hacer”.
Lo anterior lo recordó la directora cuando le pregunté si creía que el cine debía pasar por la escuela: “Por supuesto”, dijo. “Pero como lo hacemos en las sesiones de Cinema en Curs –en las que participa–, entregando las herramientas del lenguaje audiovisual a los críos más que marcando una canon inamovible de títulos y directores”.
¿Es Estiu 1993 un ejercicio terapéutico? ¿Una manera de enterrar viejos fantasmas?, y esto no se lo había preguntado hasta ahora: “No, para nada. No entiendo el cine como una terapia. No hice Estiu 1993 por su valor catártico. Si tuviera que curar algo, no sería mediante una película. Para contar una historia tengo que tenerla digerida, meditada y asumida. Debo convertirla en un relato”, dice mientras corre hacia el vuelo a Odesa. “Es tan sólo una historia que merecía ser contada y que quería contar”.