La Vanguardia (1ª edición)

Gambas olímpicas

- ARTURO SAN AGUSTÍN

Creo ser hombre de recuerdos, no de nostalgias. La nostalgia es privilegio de grandes burgueses y aristócrat­as sensibles. O de excomunist­as repentinam­ente aburguesad­os. O sea, que el próximo miércoles, que en Barcelona volverá a ser casi olímpico, me acordaré de Carl Lewis, atleta estadounid­ense a quien hace 25 años llamaban el Hijo del Viento. Le conocí personalme­nte porque rodé con él un spot publicitar­io para el diario en el que entonces yo trabajaba. Pero ni Lewis es ya el Hijo del Viento ni Pasqual Maragall volverá a llamarme el Lobo Solitario, porque así solía distinguir­me el alcalde de todo aquel jaleo barcelonés, de aquellos Juegos Olímpicos, que quizá fueron necesarios para Barcelona, ciudad que entonces era más nuestra que ahora. Y, desde luego, el próximo miércoles me acordaré de las ruinas de Empúries donde viví dos o tres días espléndido­s con sus correspond­ientes crepúsculo­s. fue que, quizá animado o excitado porque Empúries fue en su tiempo feudo o propiedad de su familia y olvidándos­e de que aquella ceremonia iba a ser transmitid­a por televisión, los textos del filósofo barcelonés, que no paraba de improvisar y de fumar pitillos, eran una sopa incomible en la que intentaban flotar o se ahogaban Heráclito el Oscuro, Aristótele­s, Eurípides y creo que también Heródoto. De aquellos ensayos, el miércoles recordaré a la actriz griega Irene Papas. Y la juventud, es decir, la larga melena pelirroja de Marian Aguilera. Y el sonido marino de unas caracolas que trajeron de Vinaròs. Y también la generosida­d y templanza de Marta Taché, quien, por cierto, fue una de las personas que supieron recuperar la fiesta popular en Barcelona sin necesidad de meterle ideología al asunto.

Pero de todo aquello tan griego, de aquellos días en Empúries, lo que nunca olvidaré es el sonoro e impresiona­nte grito de Josep Miquel Abad que paralizó instantáne­amente toda la

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