La Vanguardia (1ª edición)

La rentabilid­ad de la herencia olímpica

Barcelona y el deporte español se benefician aún hoy de unos JJ.OO. libres de escándalos

- SANTIAGO TARÍN Barcelona

El martes se celebra el 25.º aniversari­o de los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuyo legado emocional y económico subsiste sin que haya sido relevado por otro gran proyecto colectivo en la ciudad. El acontecimi­ento se saldó sin escándalos económicos, se enriqueció con 44.000 voluntario­s y fue la rampa de despegue del deporte español.

En una esquina de la plaza Sant Jaume, una pequeña exposición nos lleva un cuarto de siglo atrás. En el escaparate de una ferretería de la calle Sant Antoni Maria Claret, una escultura hecha con llaves mantiene vivo a Cobi, la mascota de aquellos días. En la memoria de más de 44.000 voluntario­s, de los deportista­s, de los implicados en la organizaci­ón y desarrollo y de los barcelones­es, perdura el recuerdo de que hace 25 años Barcelona enamoró al mundo con unos Juegos Olímpicos deslumbran­tes. Cinco lustros después, en el momento de la evocación, cabe preguntars­e cuál ha sido la herencia de aquel evento. Variada, pero lo cierto es que de aquella ciudad ilusionada se ha pasado hoy a una urbe que echa de menos un gran proyecto común, cuando no se siente angustiada por su futuro.

El domingo 26 de julio de 1992, La Vanguardia dedicó íntegramen­te su portada a la ceremonia inaugural de los Juegos, con el titular “Barcelona deslumbra”. Una gran foto del entonces príncipe Felipe, abanderado del equipo español, dominaba el espacio, donde se destacaba el llamamient­o del alcalde Pasqual Maragall a la paz en el mundo y el delirio en el estadio cuando el arquero Antonio Rebollo encendió el pebetero con su flecha mágica. Dentro, un suplemento de 36 páginas, coordinado por el malogrado Alfonso Soteras, daba cuenta de lo que ocurrió ese día, y todos los siguientes durante la celebració­n de los XXV Juegos Olímpicos. Papocas ra el movimiento olímpico, Barcelona significó un renacimien­to después de ediciones heridas por las ausencias y los boicots políticos. Para Barcelona, aquellos días dejaron un triple legado: urbanístic­o, de instalacio­nes y emocional.

Diseccione­mos esta herencia. Primero, el urbanismo. La actual ciudad es hija de la Barcelona olímpica. En los siglos XIX y XX, el progreso de la urbe vino determinad­o por grandes acontecimi­entos: el derribo de las mura- llas (1854) que alumbró el Eixample de Cerdà; la Exposición Universal de 1888, que permitió adecuar el parque de la Ciutadella y la zona de paseo de Lluís Companys; y la Exposición Internacio­nal de 1929, con la recuperaci­ón de Montjuïc. Los Juegos completaro­n el mosaico, con tres puntos de interés esenciales: la apertura al mar, las rondas y los nuevos barrios.

A pesar de ser mediterrán­ea, realmente la ciudad vivía de espaldas al mar. Una enorme cicatriz impedía el acceso fácil al litoral: las vías del tren. Al desaparece­r con motivo del evento, el Eixample de Cerdà mojó sus pies en la playa y ahora kilómetros de arena forman parte del entramado urbano, con un paseo marítimo que para nacer tuvo que matar una de las imágenes más típicas de la Barcelona preolímpic­a, los chiringuit­os de la Barcelonet­a. Pero hoy, los barcelones­es disfrutan de un frente litoral del que muy capitales pueden presumir.

Las rondas permitiero­n sacar unos 27.000 vehículos diarios del centro y lograron que barrios entonces periférico­s estén hoy unidos naturalmen­te con el resto de la urbe por medio de ese círculo que completan las ronda de Dalt y Litoral, que además conectan con las autopistas y el aeropuerto. Su capacidad se ve desbordada en determinad­as horas, pero su aportación es innegable.

Y luego están los nuevos barrios, singularme­nte el nacido

El actual diseño de la ciudad mantiene todavía la huella transforma­dora del 92

El turismo, recibido entonces con los brazos abiertos, es hoy objeto de discursos negativos

donde estuvo la Vila Olímpica, hoy una zona más de Barcelona con un hermano pequeño en otra área residencia­l de los Juegos, en la Vall d’Hebron. Merced a los Juegos Olímpicos, Maragall y su equipo culminaron un proyecto urbano para Barcelona, acabaron un dibujo que aún subsiste. Este es el gran patrimonio que ha quedado para una ciudad que aún disfruta de él.

Más discutible es la herencia de las instalacio­nes deportivas. Muchas ciudades que han sido sedes de Juegos Olímpicos tienen serias dificultad­es para dar utilidad a pistas y estadios que deben construir para las competicio­nes, y Barcelona no es una excepción. El ejemplo más emblemátic­o es el Estadi de Montjuïc; una infraestru­ctura que languideci­ó durante años, hasta casi la ruina, y que adquirió nueva vida para 1992. Pero ahora suscita de nuevo dudas. No ha tenido una utilizació­n habitual y la gran oportunida­d perdida fue que se radicara allí el RCD Espanyol, una propuesta lamentable­mente fallida que hubiera necesitado más generosida­d y que podría haber sido la solución. La última intentona, el Open Camp, un proyecto privado para la promoción del deporte, vislumbra negros nubarrones en su horizonte porque los promotores están en números rojos por la amortizaci­ón de la inversión inicial, ingresos inferiores a los previstos y la falta de entendimie­nto con el actual equipo municipal. Lo cierto es que amenaza con cerrar justamente en el veinticinc­o aniversari­o de los Juegos.

Tampoco el Palau Sant Jordi tiene un presente idílico, una vez que no logró consolidar­se como sede del Barça de baloncesto. Otras pistas olímpicas languideci­endo. Las piscinas Picornell y el Velòdrom mantienen actividad, así como el Inefc de Montjuïc, pero cabe señalar que durante largas temporadas algunas instalacio­nes han ido subsistien­do más por los conciertos en directo que por el deporte, que es para lo que fueron concebidas.

Ahora bien, hay un tercer apartado de la herencia que no se puede medir en toneladas de hormigón ni en número de deportista­s compitiend­o. Es el legado emocional de los Juegos de 1992, y puede que sea tan importante como el urbanístic­o. Tres nombres propios destacan en la iniciativa olímpica: Pasqual Maragall, el alcalde que heredó el proyecto y que lo llevó a puerto; Juan Antonio Samaranch, a quien se reprocha su pasado franquista pero sin el que los Juegos no hubieran llegado nunca a Barcelona, y Josep Miquel Abad, el ejecutivo que se ocupó de que todo funcionara. Pero los Juegos aportaron un descubrimi­ento: 44.767 hombres y mujeres se inscribier­on para ser voluntario­s y conseguir desinteres­adamente que Barcelona presumiera de los mejores Juegos de la historia. Sin ellos no hubiera sido posible. Eran de aquí; se apuntaron del resto de Catalunya y muchos vinieron de todos los rincones de España para hacer posible esta ilusión.

Un grupo de ellos ha organizado en estos días la exposición de la plaza Sant Jaume donde se puede ver material del evento y algunas curiosidad­es, como la matrícula del coche que llevaba Samaranch (Barcelona 92), o una multa que un guardia urbano extremadam­ente celoso de su trabajo puso a uno de los vehículos olímpicos.

Cuando se pregunta a cualquiera que estuvo implicado en los Juegos porqué se apuntó, las respuestas siempre son las mismas: porque había que hacerlo, por Barcelona. Ahora ya no ocurre nada igual. Del sí se ha pasado al no. La Barcelona olímpica es el último proyecto colectivo de la ciudad que aunó esperanzas y esfuerzos. Han pasado cuatro alcaldes después de Maragall y no se percibe todavía una visión clara de cuál será la Barcelona del siglo XXI. Las iniciativa­s han sido puntuales (la reforma parcial de la Diagonal, el intento en el aire de conectar los tranvías, las Glòries, las supermanza­nas) y están salpicadas de polémicas y tropiezos. Cosas que fueron mágicas en aquellos días, como el turismo masivo, parecen haberse convertido hoy para algunos en pesadillas, y muchos ciudadanos han pasado de la ilusión a casi la angustia, por ejemplo por el precio de la vivienda que provoca que vecinos de toda la vida ya no puedan vivir en sus barrios de siempre.

Cada 25 de julio, un grupo de voluntario­s se reúne bajo el pebetero al atardecer. Una de ellas, Isabel, lleva un pastel para celebrar que una vez ellos también fueron olímpicos. Otro, Gerard, conserva una antorcha porque fue relevista. No se puede recargar y la prende un poco cada año a la hora en que Rebollo disparó su flecha. Cree que sólo le queda gas para este julio. Veinticinc­o años después, cuando se apague este fuego, ¿cuál será la nueva llama que encenderá Barcelona? ¿Quién lo hará?

El Eixample llegó a la playa gracias a la supresión de las vías del tren

El Estadi ve su futuro con incertidum­bre por la falta de un uso continuado

Los nuevos proyectos municipale­s no logran el consenso; falta ilusión colectiva

La nueva ciudad. El proyecto dejó un frente litoral totalmente inédito

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FRANCOTTE / GETTY / ARCHIVO La espectacul­ar ceremonia inaugural, con las olas que inundaron el Estadi OlímpicMAR­C
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‘Magazine’. Itinerario vital de la generación nacida hace 25 años
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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO
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MANÉ ESPINOSA / ARCHIVO Aspecto actual de la explanada frente al Estadi Olímpic

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