La recuperación del insulto

FREUD mantenía que el día en que el hombre, en lugar de lanzar una piedra a otro ser humano, lo insultó, empezó la civilización. Afortunadamente, el concepto de civilización ha seguido avanzando, y un ilustrado como el milanés Alessandro Manzoni, apasionado de Voltaire, advertía que la injuria tenía una gran ventaja sobre los razonamientos, como la de ser admitida sin pruebas por una multitud de lectores. Es evidente que Manzoni no la defendía, sino que con esta reflexión estaba diciendo a los de su generación que el insulto es un atajo perverso para imponer ideas, pero es impropio de gentes de bien que intentan el triunfo de la razón.

Desgraciadamente, el insulto ha vuelto a habitar entre nosotros y parece gozar de buena prensa. El insulto es recibido con euforia en las redes sociales, casi como terapia colectiva, pues tras determinadas injurias se esconden frustraciones, desengaños y fracasos. E incluso algunos columnistas del papel, buscando la gloria digital, intentan manejarse con algo que califican como el insulto inteligente, estúpido oxímoron que usan como escudo algunos navajeros de la pluma, sobrados de bilis y faltos de cariño. El propio Trump ha entendido que el insulto puede ser un arma arrojadiza contra la prensa de calidad y se desmelena en Twitter para satisfacción de los miserables, que odian la libertad y fantasean con la trinchera. La lógica del enjambre digital concentra indignaciones y pone en valor los insultos.

Hubo un tiempo en que la gente consideraba que el insulto deshonraba a quien lo infería y no a quien lo recibía. Los cínicos, con Diógenes al frente, contribuyeron a desarrollar esta idea, que se fue diluyendo, hasta ser recuperada con la Ilustración. Kapuscinski, maestro de periodistas, iba más allá: no sólo denostaba el insulto, sino que sostenía que no se puede ejercer el oficio sin ser buena persona. Y claro, con estas ideas, fue insultado.