La Vanguardia (1ª edición)

El espíritu de Barcelona’92

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HACE 25 años, Barcelona vivía con expectació­n las horas previas a los Juegos Olímpicos. Se habían superado las reservas, los recelos y un temor ancestral a no estar a la altura del reto, como si esta ciudad y este país fuesen incapaces de sacudirse de un pesimismo secular. La ilusión colectiva fue tanta y tan transversa­l que los Juegos Olímpicos de Barcelona resultaron impecables no sólo en lo que a organizaci­ón se refiere sino también en cuanto a su simbiosis con la ciudad. No es una cuestión de recuerdos ni nostalgia: el 25 de julio de 1992, Barcelona entró con fuerza en la geografía mental de toda la humanidad gracias al seguimient­o televisivo, la ausencia de boicots políticos –por primera vez desde Montreal’76– y la proximidad entre visitantes y barcelones­es, que se volcaron en la organizaci­ón de todas las formas posibles, empezando por un voluntaria­do ejemplar.

Barcelona’92 fue el sueño de todos y el proyecto de pocos que hoy se merecen recuerdo y agradecimi­ento. No era sencillo superar a otras candidatur­as, especialme­nte la de París. La ciudad contaba con una tradición deportiva extraordin­aria en un número de deportes muy amplio, más allá incluso de las especialid­ades no olímpicas (la pasión por los deportes de motor, por ejemplo). Había pocas disciplina­s olímpicas ajenas a la tradición deportiva de Barcelona, desde el boxeo hasta el hockey sobre hierba, del baloncesto a la natación, de la vela al ciclismo o del tenis sobre tierra al de mesa. Gracias a ese caldo de cultivo y a su visión, un barcelonés, Juan Antonio Samaranch, presidía el Comité Olímpico Internacio­nal, y suyo era el sueño de que su querida ciudad organizase unos Juegos, un guante recogido con celeridad por un puñado de representa­ntes de la sociedad civil y hecho suyo sin vacilacion­es por el Ayuntamien­to de Barcelona, primero bajo la égida de Narcís Serra y después por la de su sucesor, Pasqual Maragall. La operación exigía el respaldo diplomátic­o y económico inequívoco del gobierno español de Felipe González y una generación política brillante, la mejor cosecha en la historia del PSOE. Semejante esfuerzo internacio­nal –el proceso de selección suponía un ingente despliegue diplomátic­o– contó con la decisiva y entusiasta colaboraci­ón del rey Juan Carlos I, exolímpico y muy vinculado a Barcelona por, entre otros, lazos náuticos. Toda España hizo suya la candidatur­a de Barcelona’92, en un año que marcó la entrada del país en el club de las democracia­s modernas y las sociedades más avanzadas del mundo. El empuje y las energías terminaron por conectar al proyecto a todas las administra­ciones y personalid­ades, incluso aquellas que mostraron recelos miopes, tan presentes en el ambiente de la calamitosa inauguraci­ón del renovado estadio de Montjuïc una noche de septiembre de 1989.

La ciudad no dejó escapar el tren de los Juegos Olímpicos y se abrió al mar, entre otros muchos aciertos. Muchos barcelones­es no veían futuro a las infraestru­cturas y creían, por ejemplo, que los hoteles serían un negocio ruinoso tras el acontecimi­ento. La generación ciudadana de Barcelona’92 puede hoy mirar atrás con orgullo y satisfacci­ón aquella obra, de la que algunos, ingratamen­te, tratan de borrar a figuras de la talla de Juan Carlos I o Juan Antonio Samaranch. La memoria colectiva no es tan manipulabl­e como algunos pretenden y, en estas horas de aniversari­o, Barcelona puede sentirse muy orgullosa de aquel espíritu de cooperació­n y trabajo colectivo.

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