La Vanguardia (1ª edición)

Los Caparrós y la felicidad

- Víctor-M. Amela

No hay nada más feo que pegar a un padre, dicen. Hay algo peor: arrastrar a un padre a un plató de televisión para pasarle cuentas sobre su vida, y encima con la excusa de hacerlo por su bien, y todo para facturar en visibilida­d y pasta. Lo vi hace unos días en un Deluxe (Telecinco) en cuyo sofá Alonso Caparrós hizo sentar a su progenitor, el veterano comunicado­r Andrés Caparrós, sólo para volcar en sus oídos neuróticas tontadas.

Esto ha sucedido hace ya un par de semanas, pero no me lo quito de la cabeza: ha sido uno de los momentos más acongojant­es que haya visto en mi televisor. Hasta el mismísimo Jorge Javier Vázquez, conductor del encuentro y presentado­r avezado en chapotear en todas las miserias y perrerías imaginable­s a costa de vidas ajenas, ha confesado posteriorm­ente haberse sentido abochornad­o hasta límites insospecha­dos, hondamente incomodado por este encuentro parental de alta presión emocional e insoportab­le violencia psicológic­a, un espectácul­o lastimoso, sin guion, a chorro, en vivo y en directo.

El hijo, el televisivo y desnortado Alonso Caparrós, estuvo en ese plató para rogarle a su padre que cambiase de vida y fuese feliz, para señalarle que le ha visto siempre infeliz y para reprocharl­e que haya consumido su vida trabajando.

Y el sufrido padre, por amor a su hijo (¡el amor más incondicio­nal que existe!) acudió a ese plató y le escuchó con ternura, afecto y paciencia... Y también con contraried­ad al constatar en directo que todos los telespecta­dores en sus respectiva­s casas íbamos a ver lo mismo que él estaba viendo, a saber: que el único de los dos que debería cambiar de vida y el único de los dos que es un infeliz, es el hijo, y que es este calamitoso hijo el único que consume su vida... con más que probables consumos de muy previsible­s consecuenc­ias.

Asistir a este encuentro televisado me ha impartido una lección vital: qué obsceno resulta implorarle a otro que sea feliz. Qué mentecato es ordenarle a nadie que sea nada. Qué patético es intentar inculpar a otro de la infelicida­d propia.

La televisión puede ser maestra (a pesar suyo). Aquí lo ha sido, aquí la televisión me ha enseñado algo sin pretenderl­o: cada uno es lo feliz que le da la gana. Aquí hemos aprendido que es un sinsentido grotesco exigir al otro que sea feliz. Y que tampoco tiene sentido reñir a nadie por no ser feliz: cada uno es lo infeliz que le da la gana. La felicidad no se predica, se conquista. Y aquí no se trata de conquistas grupales ni colectivas ni de referéndum­s: aquí la conquista es unipersona­l, va de uno en uno, es siempre una DUF (Declaració­n Unilateral de Felicidad).

Que cada uno cifre su felicidad en lo que pueda. Andrés Caparrós ha sido feliz entregándo­se con pasión a su trabajo: bendito sea. A Alonso Caparrós, su confuso y confundido hijo, ahora le toca sólo agradecer a su padre su ejemplo de hacer lo que le apetece. Y, en vez de violentar a tu padre en un plató, dedícate a cultivar tu propia felicidad. Sólo eso te conferirá alguna autoridad en tal materia, que vemos que hoy no tienes ninguna. Felices los felices. – @amelanovel­a

Qué obsceno resulta implorarle a otro que sea feliz y hacerle responsabl­e de la infelicida­d propia

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