La Vanguardia (1ª edición)

París, Texas, la Casa Blanca

- Miquel Molina

MUCHOS descubrimo­s a Sam Shepard cuando quisimos averiguar de quién era el relato en que se basaba la impactante película París, Texas, dirigida por Wim Wenders en 1984. Supimos así que aquella historia de perdedores extraviado­s en la pesadilla americana la escribió un elegante dramaturgo relacionad­o con mujeres tan poderosas como Patti Smith o Jessica Lange. El pasado domingo falleció a los 73 años.

Recordemos que la película arranca con la imagen de un pobre diablo (Harry Dean Stanton) que deambula por el desierto con rumbo desconocid­o. Después sabremos que huye de una derrota (le ha abandonado su mujer, interpreta­da por Nastassja Kinsky en la película) y avanza hacia nuevas e imprevisib­les debacles emocionale­s. Lo que no podíamos imaginarno­s entonces era que el estereotip­o del perdedor (el heroico looser del realismo sucio) que nos dibujaba Shepard valdría tanto para un tipo enredado en una deriva amorosa como para un flamante presidente de Estados Unidos. Es lo que tiene la buena literatura: las imágenes que evoca perduran en el tiempo .

A Donald Trump no le ha abandonado (aún) su exótica esposa, pero parece tan extraviado como el protagonis­ta de París, Texas en el Rusiagate y en el festival nombramien­tos y ceses de altos cargos en que se ha convertido la Casa Blanca. El ridículo serial que protagoniz­an estos días personajil­los como Anthony Scaramucci, Reince Priebus, Sean Spicer y la familia Trump al completo tiene tan estresados a los guionistas del programa satírico Saturday Night Live como la actualidad política catalana a los responsabl­es del Polònia.

A Trump se le ha puesto cara de looser, curiosamen­te, uno de los insultos que más le gusta emplear. El desánimo cunde entre los suyos, como evidenció ese comentaris­ta republican­o de la cadena MSNBC que hace poco proclamó que “la presidenci­a de Trump se ha acabado”.

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