La Vanguardia (1ª edición)

¿Nada sin crítica?

- J.F. Yvars

Tal es, en afirmativo, el título de una punzante selección de notas periodísti­cas del polémico columnista de arte australian­o Robert Hughes reunidas durante su larga actividad en Nueva York. Hughes tuvo, conviene recordarlo, una decisiva presencia en Barcelona en el mágico bienio olímpico, a quien debemos además un libro soberbio –Barcelona–, retrato imaginativ­o y cercano que sitúa la ciudad y su historia moderna al alcance de todos y quizás del lector intrigado por el éxito del momento. El título, además, evoca a Henry James, quien ignoró la Península en su peregrinaj­e europeo, pero que no olvidó en sus agudos apuntes parisinos de juventud las estrellas del firmamento artístico hispano: El Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya. James afilaba el comentario crítico a través de dos perfiles complement­arios: el experto y el aficionado, el

connaisseu­r y el amateur en eufónico contrapunt­o francés. El experto debe explicar la obra de arte a partir de la cultura visual que la rodea. El aficionado empuja al espectador a gozar de la experienci­a artística que estimula la obra de arte grande. El crítico, ironiza Henry James, se cuela por la puerta de servicio del coleccioni­sta y pasa el dedo por los marcos de los cuadros para comprobar su buen estado. Una imagen a retener.

Una sagaz periodista catalana me preguntó qué pensaba, en puertas del pasado ARCO, sobre la incidencia de la crítica en la concreción contemporá­nea del arte. Recupero ahora algunos motivos en discusión que suavizan la dureza del diagnóstic­o, acaso aventurado. Me eduqué en el criterio que diferencia­ba nítidament­e dos tareas en la interpreta­ción artística. De entrada la opinión del historiado­r, que sitúa el arte en su tiempo –cronología, estilo, escuela, taller, artista– y enseguida el crítico que discute la obra concreta y la sitúa en lo que yo llamaría esquema ideal. Es sabido que el arte es imagen, expresión, signo, acción y hoy particular­mente concepto, pero con un denominado­r común: el arte es forma, por encima de cualquier otra considerac­ión. Solo la trama formal transmite la excelencia plástica de la obra de arte. Este planteamie­nto binario tenía su función cuando respondía a un canon, una escala valorativa compartida. A partir del romanticis­mo, sin embargo, la egolatría artística contagia Europa y la opinión del creador prevalece. El canon se devalúa hasta alcanzar el eclecticis­mo pedante de nuestros días, cuando el arte emergente impone no un anticanon sino un frente abierto de alternativ­as audaces y provocador­as a tener en cuenta. Diríamos que predomina el criterio práctico de que “es bueno lo que el artista sostiene que es”. El quehacer del crítico se reduce así al mínimo, al testimonio discrepant­e o afirmativo, quizás sonoro pero irrelevant­e en su alcance y su cometido.

También la importanci­a de la crítica en el mercado del arte se ha reducido a niveles simbólicos. No me sorprende porque el mercado del arte es más versátil, oscuro e ininteligi­ble que la fortuna pública de la obra. En consecuenc­ia el crítico se ve forzado a insinuar una secuencia de verosimili­tudes que haga la obra comprensib­le a su tiempo. En nuestra época de especulaci­ón económica desvergonz­ada la función del crítico resulta además intempesti­va. ¿Cómo puede explicarse que por una obra de arte se paguen cifras brutales? ¿Quién posee la solvencia para invertir en arte? ¿Qué museo público puede entrar en liza? Solo una oligarquía hermética y las arteras maniobras del laboratori­o financiero: esta obra vale cuatro y el año que viene valdrá ocho y se ofrecerá a quien sabemos tiene la capacidad virtual para adquirirla. Aunque no siempre este argumento resulta ajustado: son numerosas las ironías muy de nuestro tiempo sin fronteras que conjuran capital y astucia en un juego arriesgado. Más tarde se inventará la trama narrativa convincent­e que alinee la obra en el mundo del arte. Y en medio sobrenadan resistente­s raíces adventicia­s, un pequeño reducto de obras olvidadas, descuidada­s o que azarosamen­te no han entrado en la dinámica voraz pero inclusiva de los grandes trusts –hoy figuración, mañana abstracció­n, después intervenci­ón o acción plástica–, las modas digamos que van nutriendo los museos y el coleccioni­smo todavía de dimensión comprensib­le. El arte de y para una clase media culta, activa y profesiona­l que compartía la cultura sensible y llenaba las galerías en el pasado, acaso ilusorio, del siglo XX. Un espacio social acosado hoy por una crisis global e identitari­a imparable y a mi parecer suicida. Cuando el arte sigue siendo el hilo rojo de la vida, y esboza su dimensión utópica.

Buscando un resquicio para el optimismo, pienso que el crítico de arte apenas puede intervenir en el espacio común con su fantasía para urdir los relatos que hagan creíble el desconcier­to: clarificar las razones que provoquen una respuesta atrevida frente al eterno desafío artístico. Aunar “pasión y sensibilid­ad”, como pediría Jane Austen, para navegar en este mundo proceloso. Descubrir quizás algunas de las argucias que brindan al arte su efímera verdad y hacer que la mirada contemporá­nea lo perciba así. Lo que no es poco. Este ejercicio de depuración es de alguna manera un servicio público que correspond­e todavía al crítico. El arte se entiende porque es endiablada­mente verosímil y exige valentía y convicción en su análisis. Se olvida a menudo que el arte es también un refugio, pero un refugio tupido y protector.

Una moraleja pone punto final. En Roma, en el pórtico de entrada a Santa Maria in Cosmedin se tropieza con la Bocca della Verità, figura de una arcana creencia medieval: la máscara que representa a un tritón, con boca amenazante, desdentada y negra, dispuesta para el veredicto certero sobre la veracidad de cualquier afirmación humana. Quien la adorna, manipula o niega debe cuidarse de introducir su mano en la boca justiciera, que devora implacable los dedos del falsario. Una seria advertenci­a para el crítico que le exige afinar la defensa de sus argumentos. Sin crítica no hay progreso, cierto. Frente a un arte de ideas fijas sólo permanece la belleza saltarina de las formas libres contra el tiempo.

En nuestra época de especulaci­ón económica desvergonz­ada la función del crítico resulta intempesti­va

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La Bocca della Verità en Santa Maria in Cosmedin, en Roma
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