Turistas en nuestra propia ciudad
Mi primer recuerdo de aquel verano del 92 es el de una Barcelona ocupada, por primera vez en su historia, por miles de turistas extranjeros que descubrían una ciudad calurosa, húmeda, soleada, festiva, con una propensión extrema a echarse a la calle, con una fascinante mezcla de historia y tradición y de modernidad, de identidad preservada y de incipiente globalidad, una metrópoli para enseñar con orgullo y que había cambiado tanto, y tan rápidamente, que a los propios residentes nos costaba reconocerla.
Parecía que en esos días todo el mundo se había citado en Barcelona. Sólo lo parecía... La realidad es que aquel 1992, el año en que la Barcelona de escaparate y de diseño (desafortunada expresión acuñada por los nostálgicos del feísmo gris y de una supuesta autenticidad, esclavos del lugar común y del cualquier tiempo pasado fue mejor) mostró generosamente sus encantos, por los hoteles –insuficientes– de la ciudad pasaron apenas una quinta parte de los visitantes de hoy en día. Y eso que todavía faltaban tres lustros para que unos avispados californianos inventaran Airbnb, revolucionaran el universo del alojamiento vacacional e infectaran nuestras fincas de molestos pisos turísticos.
Mis otros recuerdos de los Juegos reposan en la memoria a flashes y en un desordenado cajón que guarda docenas de fotos predigitales. En mis primitivos selfies aparecen, diminutos, los miembros del único Dream Team de la historia del deporte congelados sobre el parquet del Olímpic de Badalona; un joven bronceado, vestido con una sonrojante camiseta de Cobi que aún hoy resiste como nueva, de un blanco nuclear, y que te hace pensar qué bueno era el textil de este país antes de que el made in China comenzara a estamparse en sus productos; imágenes en papel brillante del viejo Palacio de los Deportes de la calle Lleida que testimonian mi descubrimiento, por la vía brasileña (la mejor posible), del espectáculo del voley, un deporte fascinante y que, por razones que nunca he conseguido entender, jamás ha tenido por estas latitudes la suerte que se merece; retratos de un joven y aburrido periodista de Política de la época del pujolismo absoluto –que esperó en vano la llamada de los compañeros de Deportes– con escenarios de fondo como la futurista torre de Calatrava, el remodelado Estadi Olímpic, el polivalente Palau Sant Jordi o la abigarrada Rambla de toda la vida... Estampas que hoy desprenden un cierto deje costumbrista y que certifican que en aquellos días una de las aficiones más comunes entre los barceloneses era la de hacer el turista en nuestra propia ciudad, pasear sintiendo como propios muchos de aquellos lugares que hoy procuramos evitar porque nos sentimos extraños en ellos.
Aquel verano, una de las aficiones del barcelonés era pasear con orgullo por muchos lugares que hoy procuramos evitar porque nos sentimos extraños en ellos