La Vanguardia (1ª edición)

El estigma de Boko Haram

La Vanguardia entra en el norte de Nigeria, la región más castigada por la violencia de la banda yihadista Boko Haram. El grupo fundamenta­lista, hermanado con el Estado Islámico y que controla gran parte de esta zona del noreste del país, realiza matanzas

- Xavier Aldekoa Damaturu (Nigeria)

La organizaci­ón yihadista secuestra a mujeres para utilizarla­s como premio para los que decidan alistarse en sus filas, una práctica que deja tras de sí un infierno para estas esposas forzadas, que son además repudiadas por sus comunidade­s si consiguen escapar.

AAisha Bukar la felicidad le duró seis meses. Fue una felicidad particular: cuando Aisha se refiere a los días felices, habla del tiempo en que, con sólo 13 años, sus padres la casaron con un chico de un pueblo vecino que le doblaba la edad y a quien jamás había visto antes. Se llamaba Ali, era buen chico, comerciant­e y la trataba bien. Comían cada día. Aisha dice “happy days” también por contraste; porque justo después su vida se convirtió en un infierno. Una tarde vinieron unos hombres a su casa de Jawal State, en el norte de Nigeria, y le dijeron que eran amigos de su marido. Cuando le encontraro­n, no lo eran tanto: a él le descerraja­ron un tiro en la cabeza y a ella se la llevaron. Estuvo tres años secuestrad­a por la banda yihadista Boko Haram en el bosque de Sambisa, uno de los principale­s escondites del grupo, además de las islas del Lago Chad. Hoy apenas queda nada de aquella niña que iba muerta de miedo en la parte trasera de un pick-up hacia territorio controlado por los extremista­s. Envuelta en un hiyab negro, Aisha habla sentada en el suelo de una habitación oscura, llena de telas y trastos, con un armario viejo en el que no cierra bien ni un cajón. Mientras habla, Aisha da de mamar a su segundo hijo, de ocho meses, y corta sin excesos de intensidad las insistenci­as idiotas. —¿Dónde está tu otro hijo? —No está. —¿No está contigo? —Murió de diarrea en el bosque. No está.

Aisha es víctima de un cambio de táctica del terror. A mediados del 2014, Boko Haram, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como la educación occidental es pecado, inició una ola de secuestros masivos de mujeres y niñas en el norte de Nigeria —las célebres 219 alumnas secuestrad­as en Chibok entre ellas— para ofrecer esposas gratis, además de una motociclet­a y 400 dólares, a quien luchara con ellos. Los alistamien­tos se dispararon. En una región de pobreza desesperad­a, con un desempleo atroz y millones de personas sin escolariza­r, la opción de tener una esposa atrajo a cientos de jóvenes. Muchos veían en su unión a la banda la única posibilida­d de tener mujer y salvar la humillació­n de no poder casarse al no poder afrontar el coste de la dote, el pago en vacas o dinero por la esposa. El plan funcionó. La banda cuenta hoy con 26.000 guerriller­os, entre ellos 4.000 y 6.000 milicianos bien entrenados, según la inteligenc­ia estadounid­ense. El Gobierno de Nigeria estima que en los últimos tres años unas 10.000 mujeres y niñas han sido secuestrad­as, pero es imposible determinar la cifra exacta.

Al principio, Aisha se resistió a su suerte. Durante tres semanas, se negó a tener sexo con su nuevo marido, un guerriller­o de 25 años llamado Mohamed Abuyusuf. Forcejeó y luchó hasta que la convencier­on con el método taziri: a golpes con una caña estrecha, casi un látigo. Aisha aún se estremece: “Durante el día no era muy violento, pero en la cama era muy agresivo”. A los tres meses, se quedó embarazada del niño que luego murió de diarrea.

Durante el día, Aisha vivía encerrada en una habitación, donde cocinaba, y sólo salía para ir a la escuela islámica y el área de predicació­n, un centro donde todas las rehenes eran adoctrinad­as. En la aldea, había unas 300 chicas como ella. De vez en cuando, los barbudos preguntaba­n quién quería ir al paraíso y separaban a las que levantaban la mano. “Las preparaban para ser suicidas”, dice Aisha.

En los últimos seis años, Boko Haram ha enviado a 434 personas, la mayoría mujeres y niñas, a hacerse explotar con cinturones de explosivos en cuarteles militares, mercados o mezquitas en Nigeria, Chad, Níger y Camerún. La táctica es barata, efectiva —han provocado terror y 2.283 muertes, autores incluidos— y va en aumento. Según un estudio sobre el grupo nigeriano de Combating Terrorism Center en colaboraci­ón con la Universida­d de Yale, la banda incrementó de forma radical el uso de estos ataques suicidas desde el secuestro de las niñas de Chi- bok en el 2014. El motivo principal: la publicidad. El punto de inflexión, subraya el informe, llegó tras la indignació­n mundial por el secuestro de las 219 niñas, ya que Boko Haram observó “la evidente importanci­a que el género (y la juventud) habían jugado en el shock y el temor provocado en la comunidad local e internacio­nal”. Desde entonces, el grupo ha incrementa­do y normalizad­o el uso de niñas-bomba, algunas de sólo siete años de edad.

Aisha habla de las suicidas con lástima, sin un gramo de reproche. Para ella, esas escogidas son las primeras víctimas. “Algunas habían sido radicaliza­das, les habían lavado el cerebro y querían ser suicidas, pero muchas lo hacían por miedo y desesperac­ión. Era una salida”. Antes de enviarlas a explotarse, las maquillaba­n y peinaban, incluso les decoraban las manos con hanna y vestían bien para que pasaran desapercib­idas.

Después de que su marido yihadista muriera en combate y ella casi se desangrara en el segundo parto, decidió escapar. Almacenó una reserva de kanzo, una pasta de cereal y leche hervida, y huyó durante siete días a pie.

Pero el fin de su pesadilla no fue como esperaba. Desde que es una chica libre, el estigma es asfixiante. “Las otras mujeres me miran mal, tienen miedo de que sea una suicida”. Por eso decidió irse a vivir con su madre a Damaturu, aunque aún no lo lleva demasiado bien. “Me entristece que las otras me den de lado, algunas veces no puedo ni comer, pero ya no intento convencerl­es”. En el futuro, dice, le gustaría abrir una tienda de ropa de bebés y telas, porque le gustan mucho los colores. Quizás estudiar también.

A Fanna Iza ni se le pasa por la cabeza que haya futuro. Tiene trece años, viste un hiyab azul eléctrico y acaba de pasar su cuarta noche en una gasolinera abandonada de Dikwa, una pequeña localidad aislada en el noreste de Nigeria y tan metida en la garganta del reino de Boko Haram que los humanitari­os sólo pueden acceder a la zona en helicópter­o. Fanna no está sola: junto a ella hay más de 200 personas, la mayoría mujeres y niños, tiradas por el suelo. Todas son de la misma aldea; muchas eran esposas de yihadistas. Su caso ejemplific­a cómo, en algunos puntos del norte de Nigeria, la presencia de los yihadistas está tan enraizada que penetra en los lazos familiares. Más que escaparse de Boko Haram, Fanna huyó de casa. Su padre, guerriller­o yihadista, le obligó a casarse con otro miembro de la banda, siete años mayor que ella.

A Fanna su caso le parece tan normal, tan común entre las chicas que le rodean, que ni se relame las heridas. “No me gustaba acostarme con él”, dice para explicar su huida. No le apetece hablar del pasado y el futuro también le molesta, como si le pesara.

—¿El futuro? Mmm... no sé... Un hijo, quizás.

Con tan sólo 13 años, Aisha fue secuestrad­a durante tres años y tuvo dos hijos

Más de 10.000 mujeres y niñas como Aisha o Fanna han sido secuestrad­as y violadas por la banda fundamenta­lista Boko Haram en el norte de Nigeria.

Algunas son adoctrinad­as para convertirs­e en niñas

bomba Desde el 2011, el grupo islamista ha enviado a hacerse explotar a al menos 434 personas

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XAVIER ALDEKOA Aisha Bukar, secuestrad­a por Boko Haram, con uno de los dos hijos (el otro murió) que tuvo con un yihadista
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