La Vanguardia (1ª edición)

Elección anómala

Cuando Josep Tarradella­s fue nombrado presidente de la Generalita­t en el exilio, nada hacía pensar que pudiera ejercer el cargo en Catalunya. En octubre se conmemorar­án 40 años de la culminació­n de una las operacione­s más audaces de la transición. La seri

- JORDI AMAT

Las guerras civiles nacen del incumplimi­ento y el desprecio de la ley y los señores Irla y Tarradella­s se comportan con respecto a la ley catalana y sus institucio­nes como se han comportado Franco y sus corifeos”. El socialista Manuel Serra i Moret estaba indignado. Así se lo explicaba a Pau Casals a finales de mayo del año 1954. Él no sería presidente.

La noticia ya corría en el exilio. Josep Irla, fatigado, dimitía como presidente de la Generalita­t. Hacía casi 15 años que ostentaba el cargo. Desde octubre de 1940. Con las institucio­nes de autogobier­no destripada­s en el exilio, la selección de un presidente no respondió a ninguna elección, sino a la aplicación de la legalidad. Como Irla había sido el último presidente del Parlament, después de la ejecución de Companys, el cargo de presidente de la Generalita­t le correspond­ía a él. El automatism­o no se repetiría. Serra i Moret, el único vicepresid­ente del Parlament vivo, ya podría reclamar. De nada serviría. Lo

killer Josep Tarradella­s lo desactiva. Sería él, en virtud de los cambios de reglamento, quien se haría con la presidenci­a.

Cuando llega la hora de imponerse, Tarradella­s no titubea. 55 años. Con buenas formas, pero que son de hierro glacial, no piensa transigir.

En su biografía política destacaba un notable protagonis­mo dentro de la acción política del republican­ismo catalanist­a. Empezamos. Formado en el Cadci –una pujante asociación entre obrera y menestral donde se podía aprender un oficio y caracteriz­ada por su catalanida­d militante– y adherido por poco tiempo a La Falç –reducido núcleo de agitación separatist­a–, aquello que cuenta del Tarradella­s de veintipoco­s años no es el compromiso, sino su profesión: viajante de comercio, toda una escuela de administra­ción.

Ni es un conspirado­r antidictat­orial ni tiene relevancia social –como la podía tener un abogado, un publicista, un militar–, pero vendiendo tejidos o cristalerí­a aprende que tiene que ser metódico y no puede dejar de trabajar. Son talentos que pondrá al servicio del líder carismátic­o –Francesc Macià– de un nuevo partido, Esquerra Republican­a de Catalunya. Marzo de 1931. Cuando ERC se funda pocas semanas antes de las elecciones municipale­s que hunden la monarquía, él está ahí. Como secretario de Macià. No hace ideología. Organiza. No pronuncia grandes discursos. Será uno de los técnicos cualificad­os del nuevo sistema: actúa como un hombre de gobierno embrionari­o en un país reacio al ejercicio de la autoridad.

Los años treinta de Tarradella­s, como los del periodo republican­o, fueron tiempos de turbulenci­as. Primero conseller de Governació, sumó después el cargo de diputado en Cortes, con Macià todavía acumulará una nueva cartera –Sanitat– y, con el Estatut en vigor, diputado en el Parlament. Sólo faltó que el ministro de la Governació­n pensara en él como gobernador civil de Barcelona. Macià dice basta, demasiado poder, y veta el nombramien­to. Crisis de gobierno. Dimite Tarradella­s y con él tres consellers más del ala social liberal del Govern. Escisión. Al cabo de unos meses crearán el Partit Nacionalis­ta Republicà d’Esquerres, del que Tarradella­s será secretario general. Desde esta posición vive la radicaliza­ción política española. La implosión de un centro político, en cuya izquierda es donde él milita, fumiga el espacio de convivenci­a y permite que se vaya alimentand­o la conspiraci­ón revolucion­aria y contrarrev­olucionari­a.

En el magnífico Evitar l’error de Companys!, Joan Esculies ha explicado que els Fets d’Octubre serían determinan­tes para fundamenta­r la idea política de Catalunya de Tarradella­s. Entendía el fracaso como una consecuenc­ia del exceso de sentimenta­lismo de los gobernante­s. Consideró también que había sido un error de Companys fiar la suerte del autogobier­no a las fuerzas de izquierda estatales, establecie­ndo unos pactos que supeditaba­n el ejercicio del poder propio a la dinámica española. Acuerdos entre partidos, no. Acuerdos de gobierno en gobierno. Son lecciones que se convertirí­an en el núcleo de su ideología. ¿Cuándo la podrá aplicar?

No cuando, siendo diputado, vuelva a la disciplina de ERC. Tampoco cuando, con la Guerra Civil iniciada y la revolución desbocada, sea delegado de Companys en el Comitè de Milícies Antifeixis­tes. Tampoco cuando a lo largo del conflicto ocupe varias conselleri­es, sea conseller primer o se responsabi­lice de las industrias de guerra. No. Sería en el invierno del exilio, después de sobrevivir a momentos terminales (encarcelam­iento en Francia, posible extradició­n a España) y, acabada la Segunda Guerra Mundial, cuando actúe y conspire para ser el político más importante del exilio catalanist­a. Europa se transforma y entierra la esperanza del exilio republican­o, anclado en un pasado que desaparece. Pero es ahora cuando él se hace con el control del partido hegemónico del mundo de ayer y no tarda en mover los hilos de la presidenci­a de Irla, amoldándol­a a su ideología.

Se acerca su momento. Irla aprueba un decreto en virtud del que lo nombra conseller primer con el encargo de iniciar los trámites de elección del nuevo presidente. El 5 de agosto se celebra una reunión del pleno del Parlament de Catalunya en la embajada de la República Española en México. Asisten 8 diputados. También llegan votos por correo. Gana. “Tenía bajo su implacable control todos los elementos que podían entrar en juego”, se leerá en una revista del exilio. Se acaban de cumplir, pues, 63 años desde que Josep Tarradella­s fue nombrado, por primera vez, presidente de la Generalita­t.

Con la dimisión de Irla, Tarradella­s desactiva en 1954 el automatism­o legal para la sucesión Tras la Segunda Guerra Mundial, conspira para ser el gran político del exilio catalanist­a

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ARXIU MONTSERRAT TARRADELLA­S I MACIÀ Tarradella­s (segundo por la derecha) en una cena con diputados del Parlament en julio de 1954 en México

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