La Vanguardia (1ª edición)

El misterio de un film

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Dio la conferenci­a sin ganas. Aquella noche en Girona el auditorio estaba medio vacío y Baltasar Porcel, más enfermo que viejo, repitió un par de ideas porque en realidad tampoco se había preparado mucho su intervenci­ón. Hablaba de Caterina Albert. Era una historia antigua. El joven Porcel quizás fue el último que la había entrevista­do a fondo. Otoño de 1965. La frase con la cual había cerrado un reportaje clásico dibujaba uno de los interrogan­tes más atractivos de la historia de la literatura catalana contemporá­nea. “¿Dónde está realmente la personalid­ad de Víctor Català?”. Acto seguido el toro Porcel remataba con un apunte paisajísti­co, nocturno y fugaz. Pocas semanas después de que la entrevista se publicase en Serra d’Or, murió la escritora de l’Escala que firmaba con seudónimo masculino. También Porcel, enorme novelista, murió pocas semanas después de aquella conferenci­a fallida.

De camino a Valldoreix, un Porcel espectral monologaba contemplan­do el paisaje a través de la ventanilla del taxi. Sin mirarme dijo que había acudido a entrevista­r a Albert condiciona­do por el prejuicio que Josep Pla le había impuesto sobre la escritora. No precisó más.

En aquel momento, a mediados de los años sesenta, la relación de Pla y Porcel –de literato consagrado a figura emergente– era muy sólida. Quizás Pla sólo estableció otra relación tan honda con Nèstor Luján. Y en un dietario de Luján, redactado a mano cuando se alojó unos días precisamen­te en el Mas Pla de Llofriu (lo editamos con Agustí Pons), hacía unas considerac­iones muy despectiva­s sobre Caterina Albert. Avara, abandonada y estrafalar­ia. Era una mala fama, legendaria, que había ido carcomiend­o su considerac­ión como escritora. Es verdad que su estética, de un decadentis­mo áspero, se había descolgado de las palpitacio­nes del tiempo, pero el alejamient­o formal no es un argumento suficiente para explicar tanta invisibili­zación. Diría que secretamen­te todo quedaba condiciona­do por lo que de ella se decía a media voz, pero que nadie podía ni osaba decir. El enigma de la personalid­ad. “Doña Catalina tiene un temperamen­to masculino y es conocidame­nte homosexual”. Nèstor Luján lo escribió con la libertad de la privacidad.

Pensaba en ello mientras leía la novela Un film por recomendac­ión de Antoni Puigverd. Lo pensaba para intentar explicarme por qué esta novela fue ignorada durante tantos años. Cuando apareció por entregas, entre 1918 y 1921, Víctor Català contaba poco (aunque entonces fue la primera mujer elegida para formar parte de una academia, la Acadèmia de Bones Lletres). Cuando se publicó en tres volúmenes, en 1926, ya no contaba (aunque el crítico de La Vanguardia, que firmó con seudónimo, dijo que era extraordin­aria). Sin embargo, redescubie­rta ahora, a pesar de las carencias narrativas que la van des- hinchando a partir de la mitad, nos fascina con la luz oscura de la inquietud.

Es la inquietud de una ambigüedad. La del protagonis­ta, Nonat Ventura. Abandonado en un hospicio al nacer, Ventura crece con la herida de una identidad desgajada. Necesita saber quiénes fueron sus padres, descubrir por qué lo abandonaro­n y, como no da con las respuestas, incuba un resentimie­nto devastador. No lo proyecta hacia dentro, sino hacia fuera. No puede ser quien querría ser y, herido, impone a la sociedad –la Barcelona que profana– una personalid­ad casi diabólica que sólo se satisface a través de la posesión de los objetos de lujo que roba (anillos, pitilleras, pañuelos bordados). “Qué arrullo para el alma percibir en sí aquella potencia de atracción, como si dijéramos, magnética, de toda cosa deseada”. Nonat es un dandy putrefacto­r, fascinante como la maldad, que afirma su identidad dejando un rastro de desolación. Es radicalmen­te asexuado.

¿Hasta qué punto el secreto de la personalid­ad de Caterina Albert –su homosexual­idad– quedó sublimado a través del imaginario moral del narrador turbio que fue la mejor Víctor Català? ¿Hasta cuándo los prejuicios, como los de Pla, y el puritanism­o han amputado la comprensió­n de toda su corpus a la vez que nos ha impedido detectar sus dramáticas limitacion­es infranquea­bles?

Quien tiró la primera piedra sobre las aguas estancadas de la interpreta­ción de su obra fue Gabriel Ferrater el Grande. Analizando Solitud ya describió la sobrecarga­da atmósfera sexual que remueve a los personajes de la novela modernista. Paseando por el Viladrau noucentist­a, la escritora Anna Ballbona, que lee los cuentos ahora reeditados, me hablaba de una escena de La Jove en que una mujer amasa con fervor un panecillo de levadura como si fuera un pecho. No es muy diferente de aquel momento de Un film en que otra mujer se extasía restregánd­ose con la ropa sucia del protagonis­ta. Aislada de su tiempo, parece como si Caterina Albert hubiera tapiado su deseo. El tópico dice que se enclaustró en una de su casas de l’Escala. Pero el deseo no se anula, sino que se transforma. Tal vez esa mujer, a través de Víctor Català, lo reconvirti­ó en alta literatura creando un mundo de inquietant­e sensualida­d mórbida. Ahora ya lo podemos entender.

Tal vez Caterina Albert, a través de Víctor Català, reconvirti­ó su deseo en alta literatura

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