La Gavina, una historia familiar
El emblemático hotel de lujo de S’Agaró celebra los 85 años de existencia
Cuando el director de orquesta indio Zubin Mehta estuvo alojado en el Hostal La Gavina de S'Agaró exclamó: “Esto no es un hotel, es un museo”. Y no le faltaba razón ya que sus dependencias están decoradas con verdaderas obras de arte.
Pocos hoteles pueden celebrar los 85 años manteniendo la marca de calidad de un cinco estrellas de lujo. La Gavina lo ha hecho resistiendo las modas y manteniendo su espíritu familiar. Fue creado en 1932 por Josep Ensesa Gubert, un industrial harinero de Girona que ocho años antes ya había edificado el chalet conocido con el nombre de Senya Blanca y había impulsado la urbanización jardín de S'Agaró. Un proyecto precursor de una Costa Brava que medio siglo después no pudo resistir el turismo de masas y mudó su piel. La vecina Platja d’ Aro es la antítesis de aquel proyecto. Pero S'Agaró se ha conservado como un microcosmos. Y no sólo porque una barrera impide el paso rodado a los que no son vecinos. La tranquilidad y la armonía presiden este rincón de tan sólo 160 chalets.
Se podría decir que aquí el tiempo se ha detenido, pero no es así. El Hotel La Gavina se ha reformado en los últimos años y hoy dispone de unas instalaciones modernas sin haber perdido todo aquello que lo ha caracterizado: el bar el Barco, donde el camarero te podrá explicar la famosa bofetada de Frank Sinos natra a Ava Gardner o las noches cargadas de alcohol de John Wayne y Orson Welles; el salón de la chimenea con tapices de Aubisson y baldosa catalana del XVIII; el salón de lectura presidido por el retrato de Josep Ensesa que le hizo Revello de Toro; el comedor Candlelight, donde puedes cenar acompañado de las pinturas de Emili Grau Sala; y la piscina de agua marina con vistas a la playa de Sant Pol, presidida por una Venus de mármol del escultor Joan Rebull, de 1969.
Si se ha podido conservar así es porque de las 11 habitaciones iniciales, a pesar de las diversas reformas dirigidas por los arquitectos Rafael Masó, Francesc Folguera y Adolf Florensa, sólo se pasó a las 74 actuales. Y todas son diferentes, decora- das con tapices flamencos, bargueños castellanos, lámparas de Murano, camas de Olot... Unas con vueltas de estilo menorquín, otros como la suite real con un espejo dorado del siglo XVIII, unos jarrones de Sèvres y un busto de Madame de Pompadour, la amante de Lluís XV. Por eso Mehta quedó tan sorprendido: circulando por los pasillos podía admirar un mapa antiguo, unas pinturas japonesas o un cartel modernista de Enric Moneny.
Esta continuidad ha venido marcada también por los propios empleados.
Una escultura de Joan Rebull preside la piscina y unas pinturas de Emili Grau Sala, el restaurante Candlelight
El sumiller Carmelo Marcos lleva 42 años trabajando en el hotel. Tantos como Pepe, el barman, que se jubiló hace dos años. El director Albert Depau sólo lleva cuatro años pero ya está imbuido del espíritu y la historia del establecimiento. Paseando con él por el recinto puede saludar por el nombre a la mayoría de los clientes, y no todos tienen nombres como Lady Gaga o Josep Carreras por citar dos personajes famosos que han pasado recientemente. Algunos clientes son casi de la familia, como unos italia- que vienen desde hace cuatro décadas. Se han hecho amistades tan sólidas que han propiciado que unos holandeses pagaran los estudios universitarios al hijo de uno de los trabajadores. Son las otras historias de este hostal, menos conocidas que las visitas de políticos o artistas.
Nada de eso se entiende si no es en clave familiar. Tras la muerte de Josep Ensesa Gubert, el negocio pasó a Josep Ensesa Monsalvatge y ahora está en manos de sus cuatro hijos: Júlia, Virginia, Carina y Josep. Todos tienen otros trabajos, pero en verano están al pie del cañón y en invierno planifican nuevos cambios. “Si no lo amásemos, lo habríamos vendido”, dice Virginia, nieta de un hombre que más que promotor fue un visionario.