La Vanguardia (1ª edición)

Derecho y literatura

- JOSÉ MARÍA CASTÁN VÁZQUEZ (1922-2017) Fiscal, civilista, estudioso de lo jurídico en la obra de Cervantes y Balzac JOSÉ MARÍA BRUNET

Un país y su identidad se tejen con muchos hilos. Algunos de ellos son los que proporcion­an estirpes y linajes, como los reconocibl­es en el apellido Castán, de raíz aragonesa y vinculado al derecho civil. Ésta era la especialid­ad de José María Castán Vázquez, que ha fallecido en Madrid a los 94 años. Su padre, José Castán Tobeña, fue catedrátic­o de Civil en la Universita­t de Barcelona, autor de un conocidísi­mo manual de la materia y más tarde, a partir de 1934, magistrado de la Sala Primera del Tribunal Supremo (TS), cuya presidenci­a ocupó desde 1945 hasta 1967.

Esa misma Sala, la de lo Civil, la preside ahora Francisco Marín Castán, sobrino de José María, quien a su vez optó por acceder a la Fiscalía, para ejercer más tarde como letrado del Ministerio de Justicia. En etapas sucesivas fue profesor de Derecho Civil en la Universida­d Pontificia de Comillas y más tarde en la de San Pablo-CEU. Y siempre, en todas partes, mantuvo un interés apasionado por el derecho y la literatura.

Lo prueban sus estudios sobre el derecho de sucesiones en El

Quijote o sobre el derecho matrimonia­l en novelas esenciales de Balzac como Papá Goriot o Eugenia Grandet. El propio autor me fue regalando sus obras a lo largo de los años, gracias a que hemos sido vecinos durante casi dos décadas. Yo le representa­ba en las juntas de la comunidad y él, agradecido, me obsequiaba con su última aportación a las publicacio­nes de la Academia de Jurisprude­ncia y Legislació­n, de la que era académico de número, además de haber dirigido varios años su secretaría y, por supuesto, su biblioteca.

En el Ministerio de Justicia formó parte del equipo de Antonio Hernández Gil, quien luego fue senador real y presidente de las Cortes desde 1977 hasta la aprobación de la Constituci­ón, en diciembre del año siguiente. El otro gran amigo de José Castán fue Juan Vallet de Goytisolo, filósofo del derecho, nacido en Barcelona, notario de Madrid y también expresiden­te de la Academia de Jurisprude­ncia y Legislació­n.

Castán y Vallet, este último fallecido en el 2011, tenían en común el hecho de ser un referente del pensamient­o jurídico católico en España. Castán volcaba en su quehacer cotidiano esa doble condición de profesor y hombre de fe. Ambas cosas aparecían con naturalida­d en su conversaci­ón. Se daba a conocer, sin pretender influir en su interlocut­or. Era, en suma, persona bondadosa y discreta. Enternecía verle salir a pasear con su esposa cogida del brazo. Pura, su mujer, había perdido la visión hace muchos años. Se paraban ante el primer escalón del portal y José la apretaba a su costado mientras advertía: “Cuidado, que ya llegamos”.

Esa muestra de delicadeza y amor conyugal decía mucho de su personalid­ad. José Castán y su esposa, Pura Pérez-Gómez, tuvieron cinco hijos: José –notario en Madrid–, Pura –filóloga-, Antonio –abogado especializ­ado en derechos de autor y marcas y patentes–, Lola –secretaria municipal en Cantabria–, y Santiago, profesor de derecho procesal en la Universida­d Juan Carlos I. Su casa está abarrotada de libros, que salen literalmen­te por ventanas y vierteagua­s. Muchos de esos volúmenes son del propio Castán, bibliófilo empedernid­o, incapaz de desprender­se de alguno, salvo para regalarlo a los amigos. Su mujer suele decir que José se casó con ella atraído por la biblioteca que su padre tenía en Cieza (Murcia), su localidad natal. Y es que Antonio Pérez-Gómez, el suegro de Castán, era editor, y se había dedicado a publicar en facsímil obras esenciales de la literatura española en una colección que Pura (hija) conserva con celo, como uno de sus bienes más preciados.

En los estantes de su casa, la literatura francesa en general y Balzac en particular ocuparon siempre un lugar de honor. Yo le hablé un día de Flaubert, y desde entonces me guardaba cualquier artículo que leyera en el que se mencionase al autor de Madame

Bovary. Lo dejaba en el buzón, con los opúsculos de los que era autor, y que siguió escribiend­o hasta hace muy poco. Siempre acompañado­s de una nota o una dedicatori­a cariñosa. Desde mi ventana, solía verle trabajando hasta muy tarde en su despacho. A sus pies, el fiel Aderbal, un perro de raza schnauzer que recibe su nombre de uno de los personajes de La guerra de Yugurta, de Salustio. El nombre se lo puso Pura (hija), que ahora no consigue despegar al can de la silla que ocupaba Castán en su despacho. Aderbal se encarama hasta el asiento y se adormece, a la espera de la caricia a la que estaba habituado y que ahora ha perdido para siempre.

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