La Vanguardia (1ª edición)

Debate o división

- Llàtzer Moix

The New York Times publica estos días en su edición digital un anuncio para captar nuevos suscriptor­es, a los que ofrece a modo de cebo un descuento anual del 50%. Hasta aquí, nada nuevo: en tiempos de crisis, los grandes diarios tratan de fidelizar a sus lectores y asegurarse la viabilidad económica. Pero lo que suena algo más novedoso en este anuncio es su lema argumental: “Suscríbete al debate, no a la división”. Porque, paradójica­mente, basa en la diversidad de opiniones la cohesión social. Siempre, claro está, que sean opiniones con inteligenc­ia, con generosida­d y por el interés común.

La prensa norteameri­cana de calidad se ha visto estimulada de modo extraordin­ario por el presidente Donald Trump, que menospreci­ándola a diario le ha insuflado nueva vida. Además de un ególatra, un grosero y un insensato que abochorna a su país, el presidente es una mina para los profesiona­les de la informació­n. El ancho reguero de irregulari­dades, torpezas, mentiras y promesas incumplida­s que deja tras de sí ha potenciado los equipos de investigac­ión periodísti­ca de los principale­s diarios, así como la competenci­a entre ellos, abriendo una nueva época dorada del periodismo estadounid­ense.

Pero más allá de la coyuntura política que propicia esta campaña publicitar­ia del Times, conviene fijarse en el concepto que la sustenta: la presentaci­ón del debate abierto como garantía de una sociedad fuerte. Me dirán que aquí tampoco hay novedad. Es cierto. Pero también lo es que la sociedad de EE.UU., como la española o la catalana, se viene deslizando hacia la división a medida que se niegan progresiva­mente los frutos del debate. Los rivales han ido ganando en aspereza, después en rigidez, y ahora se afirma ya a menudo que no hay nada que debatir. Como si hubieran olvidado cómo se hace o carecieran de razones de peso. Para un trumpista acérrimo, un votante demócrata es poco menos que un demonio, al que preferiría ver lejos del territorio nacional, antes que en un debate. Para el presidente Rajoy, hasta la fecha, lo usual ha sido callar mientras azuzaba a los tribunales para que hablaran por él. Para un partidario de la independen­cia catalana ya no hay nada que debatir con quienes no la secundan. Todos ellos se creen en posesión de las llaves del futuro, pero no hacen más que ahondar la fractura social. Es decir, acercarnos al pasado cainita, a esos errores que nuestros ancestros se prometiero­n no volver a cometer. Decía Nelson Mandela: “un buen líder no dudará en involucrar­se en debates abiertos y a fondo, porque sabe que a su término él y su rival pueden haber acercado posiciones y, por tanto, pueden haberse fortalecid­o. Pero no es eso lo que piensas cuando eres arrogante, superficia­l y desinforma­do”.

Los que ya creen haber agotado su cupo dialogante quizás discrepen del añorado estadista africano. ¿Pero a quien daremos la razón? ¿A ellos o a Mandela?

Las sociedades de EE.UU., España o Catalunya se acercan a la división según niegan el valor del debate

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